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Orwell es todo
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Es fácil meterse con George Orwell. A sus enemigos y entusiastas no les sonroja disputarle la aparente simpleza de su prosa, calificada no pocas veces de “suficiente” o “promedio”, cuando no de “desalmada”. La que quizá sea su obra maestra, Rebelión en la granja, es ante todo una fábula de animales que hablan y no una de los poemas-río y novelas totales que tanto les gustaba escribir —y pretender— a sus contemporáneos. En ideología hay un Orwell para cada ocasión: el socialista democrático que permea toda su obra; uno trostko casi anarko (sobre todo en sus memorias de la Guerra Civil Española de Homenaje a Cataluña); el Orwell hipócrita y “delator” de marxistas (a decir del historiador Timothy Garton Ash, quien lo acusó de soplón); incluso se puede hablar de un Orwell imperialista —por mucho que el escritor de Los días de Birmania o su inolvidable ensayo, “Matar a un elefante”, sintiera culpa por su papel como agente colonial—. Vaya, hasta sus editores se meten con él si nos atenemos a cómo volvieron a publicar sus primeras novelas, esas que el propio autor condenó al olvido, junto a discursos radiofónicos, poemas de juventud y casi cualquier letra que juntó sobre un papel mientras vivió, atrevimiento que corroboran sus obras completas, totales si se quiere, compiladas en veinte volúmenes. No faltan tampoco los reseñistas, mientras más jóvenes, mayor el descaro, que lo tutean y llaman Arthur, o Mr. Blair.

Quedémonos por ahora con el Orwell profeta, ese que pervive en el inconsciente colectivo y aparece en público cada vez que “orwelliano” se usa sin reparo, una palabra que hoy —la ironía— distorsiona la realidad. En pleno 2021 una búsqueda rápida del adjetivo en google, el verdadero Gran Hermano, arroja noticias sobre criptomonedas; el golpe de estado en Myanmar (la actual Birmania, de todos los lugares…); los supuestos motivos ocultos tras la vacunación contra el covid; de fascistoides —como los que asaltaron el Capitolio estadounidense en nombre de Trump— que ven por todos lados el fin de la libertad de expresión. Sí, es broma y es anécdota: Orwell, ese pseudónimo que escribía siempre sobre la verdad y contra el totalitarismo, está en todo.

La ambivalencia entre el ninguneo y la presunción de clarividencia es posiblemente lo que hace tan fascinantes los libros de un autor tan discutido como reverenciado después de tanto tiempo; una dualidad que, cabe decirlo, siempre estuvo en el corazón de su obra: “Desde mis comienzos, mis ambiciones literarias tuvieron que ver con la sensación de hallarme aislado y hasta infravalorado por los demás”, escribía Orwell en 1946 (cuatro años antes de su muerte) a sabiendas de “que tenía facilidad de palabra, que tenía la capacidad de afrontar los hechos menos agradables” (“Confesiones de un crítico literario”, Ensayos).

Y nada menos agradable en un siglo como el que le tocó a él —o como el que nos toca a nosotros— que la política, dimensión que él nunca disimuló en sus libros y, al contrario, exaltó sin miedo a decir que algunos de sus escritos eran propaganda “pura y dura”. Rebelión en la granja o 1984 son obras de arte precisamente porque superaron el desafío de politizarse. En el primer caso, la sátira evidente de la revolución rusa es sólo el trasfondo de un relato que resulta familiar incluso si el lector desconoce todo sobre la URSS y su destino: la historia de esos que “son más iguales que otros” pero dicen estar de nuestra parte. El aspecto más célebre de 1984, su exhaustivo worldbuilding —de tecnologías de hipervigilancia, la confección de una neolengua (doblepensar, policía del pensamiento, crimental) y sus intrigas geopolíticas— no opaca la historia de Winston: un hombre común que sólo trata de recordar su pasado. 

Es por esa consonancia entre política y literatura que Orwell siempre está escribiendo en presente: soledad masiva, homogeneización del pensamiento, los algoritmos que son a un tiempo el ministerio de la Paz, el Pensamiento y la Felicidad (desde Tinder hasta Spotify); el tecnofeudalismo de Elon Musk o Jeff Bezos; la precariedad laboral; el mandato de la felicidad y la juventud eterna… pareciera que todo esto ya está escrito en alguna página de sus libros.

Entre los muchos hallazgos que Orwell depara en sus Ensayos, hay una entrevista imaginaria con su ídolo, Jonathan Swift, otro escritor que hizo de la política su núcleo literario. Pero a diferencia del autor de Los viajes de Gulliver, Orwell no era un misántropo, por mucho que sus libros, como para balancear su componente político, parezcan escritos desde el desapego emocional. Esta falta de pasión quizá no era otra cosa que la frialdad necesaria de quien debe enfrentar en cada palabra al sometimiento, al odio y al olvido, hechos desagradables de la vida. Swift, pues, era un gran hombre “pero no podía ver lo que ve una persona normal. Que vale la pena vivir la vida y que los seres humanos, aunque sean ridículos y sucios, son decentes en su mayoría”. Y, bien visto, de eso tratan todos los libros de Orwell, desde sus memorias de indigencia durante la Gran Depresión en Sin blanca en París y Londres —su primer libro— hasta esa otra gran distopía que es 1984, de gente que se aferra a que la vida vale la pena aunque el poder dicte lo contrario. He ahí un autor por descubrir, uno que se consideraba a sí mismo sólo un hombre normal. Lo dicho: es fácil meterse con Orwell, incluso para bien. 

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