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Un diario con setas
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Matorrales de romero y de lavanda, calabacines, pimientos, cebolla y papas, malos presagios, alcornocales, sepias, granados, langostinos, ajo, sapos cachubos, peces de San Pedro, salvia, cactus. Dibujos de mantis religiosas que bailan, madera muerta, un saltamontes conservado en aguardiente, cangrejos. Borradores de discursos y libros futuros, poemas que evocan la naturaleza concentrada en la imagen de un escarabajo rinoceronte muerto, hecho bolita.

Este inventario de animales, dibujos, comida y textos pertenece a De Alemania a Alemania. Diario, 1990, una crónica de Günter Grass sobre los tiempos de incertidumbre que se vivieron en Alemania tras la caída de la Unión Soviética. Las dos dimensiones de la vida humana, la gran historia y la historia de todos los días se aúnan en este libro que Grass escribió impelido por sus editores, la crisis y su preocupación por un país –o una idea de país– que se vio destruido, sometido y liberado en el lapso de vida de un hombre.

Hoy parece que la reunificación entre la República Democrática Alemana y la Alemania Federal (la Bundesrepublik que terminaría cubriendo con su nombre a los dos territorios) fue un proceso fácil o, al menos, inevitable. Pero en este diario se muestran las dificultades tras bambalinas, las inseguridades de ambos lados y el miedo de encontrarse con unos vecinos y hermanos convertidos en desconocidos. Lejos de la algarabía que transmiten las imágenes de la caída el Muro de Berlín, aquí vemos a las instituciones alemanas paralizadas y proclives a las divisiones, a la prensa activada como un segundo parlamento lleno de vociferantes y entusiastas de todo tipo de causas y, lo que es más sorprendente, a un Grass renuente y escéptico con respecto a la reunión germana.

Quien quizá fue el mayor escritor alemán de la segunda década del siglo XX (su siglo, como titula a otro de sus diarios) mira la reunificación con recelo por varios motivos. Entre los problemas que atribulaban a Grass estaba la pérdida cultural y política que produciría la entrada súbita del Este a un sistema económico desigual (aún hoy la parte oriental de Alemania es la más pobre). Pero sobre todo, le preocupaba el renacimiento de una Alemania todopoderosa. En uno de sus apartados, Grass comenta que a los entusiastas de una Alemania reunificada semejante a una potencia imperial sólo les faltaba decir que “por fin” habían ganado la Segunda Guerra Mundial.

Una de las cualidades de De Alemania a Alemania es el sentido del humor de su autor, hábil para ridiculizar a sus adversarios (desde los políticos de la derecha hasta al legendario crítico literario Marcel Reich-Ranicki) y a sí mismo (como las muchas veces que sufre dolores gastrointestinales); otra es su peculiar manera de escindirse de la tormenta de acontecimientos que lo rodea a través de sus dibujos. Al tiempo que escribía discursos y libros –como Madera muerta o Malos presagios–, mientras viajaba de Portugal a Bonn y de ahí a París, Grass dibujaba imágenes del mundo natural. Aunque aquí, muy acorde con la atmósfera inacabada y provisional de todo diario, no aparecen los dibujos terminados y detallados que hacía para sus propias portadas, sí se encuentran los bocetos rayados, hechos a la carrera entre un estrado y otro.

De Alemania a Alemania concluye en 1991, cuando se suponía que la historia había acabado –a decir de Francis Fukuyama–, una vez desmantelada la Unión Soviética. La unificación permitió a las fuerzas armadas y a la economía alemana sumarse a la Unión Europea y al ejército mundial comandado por Estados Unidos. Pero, proféticamente, los últimos pasajes del diario narran el preámbulo de nuestro siglo al referir los inicios de la guerra en Irak. La participación de Alemania como proveedor de armamento y tropas es un final inquietante para este libro sobre un país en busca de su identidad. Ante ese panorama, a Grass sólo le quedó regresar al lugar donde comenzó todo para él: Danzig, la patria cachuba, un enclave alemán en Polonia en el que pulsa el nervio de la germanidad cosmopolita y tolerante que no por nada fue también la cuna de Arthur Schopenhauer. Ahí, en el origen, el escritor se vuelca nuevamente a observar a los rodaballos y a los sapos.

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