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Diario de un despertar
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Fidel Castro acaba de fallecer a sus 90 años de edad. Con él terminan décadas de agitación política entre Cuba y Estados Unidos, y quizá también la resistencia de la isla ante los cada vez más duros embates del capital. Pero no lo recuerdo sólo como homenaje, sino porque dio pie a que la historia contenida en este libro fuera posible, al proveer el escenario donde tuvo lugar, cuando impulsó la alfabetización como uno de sus principales objetivos tras la victoria de la Revolución cubana. ¿Su meta? Lograr la alfabetización total de la isla en sólo un año. Por supuesto, necesitaría de toda la ayuda que pudiera obtener.

Es 1960 y José Agustín, un joven acomodado de dieciséis años, acepta casarse sin permiso con la joven Margarita Dalton, un año menor, a petición expresa de ella misma. El plan de la muchacha es conseguir junto a este improvisado marido la mayoría de edad para viajar a Cuba, con la promesa de un trabajo en la Casa de las Américas. Luego de enfrentar a sus padres, quienes por poco frustran la aventura ansiada, ambos consiguen escapar a última hora y finalmente llegar a la isla, dejando en el camino el bolso donde viajaban sus ahorros y pasaportes. Allí, sin un duro, son conminados de muy amable manera a unirse a las Brigadas Conrado Benítez y enviados al campo para alfabetizar.

Entonces comienza este peculiar diario, el día en que parten las brigadas hacia sus destinos, y José Agustín con ellos. Para entonces este precoz paladín de las letras ya había escrito La tumba y numerosas obras de teatro, así que más que un giro narrativo parece que encontró en Cuba un giro vital, la revelación de una verdad hasta entonces inimaginada:

En el suelo me di cuenta, sin saber cómo […], que algo se había descascarado; eran como rayos de luz seca, muerta, en la oscuridad efervescente. Algo se había quedado atrás, muy atrás, y ante mí sólo quedaba un páramo gris, tierradenadie.

Publicado casi cincuenta años después de su confección, Diario de brigadista guarda en sus páginas el relato de esta conversión casi mística. La jovial verborrea de José Agustín, su marca personal, juega con los personajes, los sucesos y los lugares, los convierte en impresiones lingüísticas de alto valor emocional y la mayoría de las veces hasta humorísticos; los condensa en retruécanos espontáneos que destilan sus pensamientos y opiniones, que condensan su experiencia.

Aunque puedan antojarse caprichosos e inconexos, tras estos devaneos el juego rebelde de un espíritu todavía infantil, libérrimo, se asoma para hacernos saber que no hay nada que escape a su pluma mordaz. Una y otra vez somos asaltados por ráfagas narrativas de una sabrosa jocosidad que contrasta con la solemnidad con que históricamente se ha relatado el proceso de la Revolución, y que arrasa implacable con todo lo que le sale al paso:

Es lunes y no recibo respuesta. ¿Qué pasa, qué pasa? Estábamos viendo los fundaprestas del socialismo en Cuba, la explotación del hombre por el Caballo, mucho monopolio (prestas asimismo) y Morgan y Rockefeller. ¡Cuánto? Doscientos mil setenta millones de dólares! ¡Co…! Jones, agregué yo, el Puntual Chiste Imbécil, Baby Face Jones, quiero decir. A volar, o más bien: a bolívar. Simón. ¿Y yo? Un fracaso.

Sin embargo, esta energía, la de un escritor naciente pero prolífico hasta niveles maniáticos, encuentra en Cuba una fuerza que se opone de manera fáctica e ineludible a la voracidad de su implacable avance: la soledad. Aislado en ese país desconocido, junto a gente que no acaba de ser entrañable y lejos de su familia, que entonces lo significaba todo, José Agustín se ve en la necesidad de admitir su impotencia ante el implacable destino, cuando la sombra de la desgracia parece perseguirlo:

Volví a salir corriendo, pero me detuve en plena calle cuando comprendí que en verdad pensaba irme a México corriendo en ese mismo instante. Tuve unos momentos espantosos en que no supe qué hacer. Por primera vez en realidad comprendía que estaba muy lejos de mi casa y que no podía hacer nada, nada.

El cambio fue profundo para el joven escritor, acostumbrado a la vida cómoda que llevaba hasta entonces y que, no le apena decirlo, era burguesa hasta cierto punto. Enfrentado a la dureza del trabajo en el campo, obligado a trepar a los árboles para conseguir comida, forzado a desmañanarse para cumplir con sus obligaciones, pero siempre deseoso de gozar la experiencia y, sobre todo, de encontrar tiempo para el consuelo de la escritura, parece que José Agustín accedió en Cuba a una humildad de espíritu que templó su carácter, a la vez que le abrió la puerta a la madurez espiritual y estilística.

El resultado, este Diario de brigadista, es una historia de iniciación, un registro personalísimo de un momento y un lugar que, aunque decisivos para la historia, se ven opacados por el menos glorioso relato de un alegre muchacho que, ansiando escapar del mundo, encontró su lugar en él.

“La fuerza de un hombre radica en saber

hasta qué punto está solo.”

Compadre Lobo, Gustavo Sainz

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