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Tres estampas sobre días grises
Erick Baena Crespo comment 0 Comentarios

El dolor está arriba, no abajo. Y todos creen que el dolor está abajo. Y todos quieren subir.

ANTONIO PORCHIA

INTRO: Lo confieso: soy un lector tardío, así que ese momento estético, casi apoteósico, de sentirse expuesto a una verdad hondamente esperada –tras leer la última página de un libro–, me llegó demasiado tarde. No crecí entre libros, así que me considero un lector vitalista, alguien que primero tuvo experiencias formativas y luego acudió a los libros a tratar de entender algo de la condición humana. No tengo otra forma de asimilar la vida, sino a través de la muerte, así que aquí presento tres breves momentos lúgubres, como selfies desangeladas, con libros como telón de fondo.

1

Un supermercado algo irreal, a medio camino entre una obra inconclusa y un almacén en el que los montacarguistas maniobran con voluntad kamikaze. De sus paredes sobresalen tuberías, cables y alambres de púas como entrañas expuestas.         

Mi madre empuja el carrito sobre un piso sin mosaicos, gris y áspero, ajena a su alrededor. A ella la apacigua la soledad matutina de los supermercados. Es como si todos sus miedos se apagaran de repente. No le gusta, en esos preciados momentos, en esa labor ensimismada, que la apresuren. Así que la sigo, me arrastro a su ritmo. Me gusta caminar a su lado: es como una plática sin palabras.

El techo de lámina, de dos aguas, cruzado de vigas de acero, apenas resiste el embate de los fuertes vientos. Arriba de nosotros se libra una batalla invisible entre la furia de la naturaleza y la ingeniería humana. Nosotros aguardamos abajo, indefensos, sin advertirlo.

Llevamos algunos meses viviendo en la zona oriente del Estado de México, así que todavía no nos acostumbrarnos a su crecimiento urbano desordenado y a esa sensación de vivir en una zona en perpetua obra negra.

Mi mamá se detiene frente a los refrigeradores que exhiben carne de res sanguinolenta. Un hombre, al fondo, ataviado con guantes, cubrebocas y googles, atraviesa con su cuchillo la pierna del cadáver de un cerdo: el ruido seco del hueso que no cede, el olor a muerte refrigerada.

–Me voy a dar una vuelta.

–Sí, hijo.

Me alejo. Camino entre los pasillos sin rumbo.

Hoy es un día cualquiera de enero de 2006. Hace dos meses murió uno de mis amigos de la infancia, Julio César, baleado en las calles de la colonia Santa María la Ribera.

Estoy a punto de entrar a la universidad y, antes de la noticia de su muerte, me creía eterno, lleno de vitalidad, intoxicado por los sueños propios, ciego por la idea de un futuro prometedor.

Pero la muerte inmisericorde me ha susurrado al oído: nada es eterno, todo es finito, momentáneo, fugaz.

El absurdo se instaló en mis días. ¿Acaso esto es el luto? ¿Un dolor sin lagrimas? ¿Un vacío indecible? De ahí mi apatía, mi frugalidad.

            Me adentro en un pasillo vacío, en el que hay productos de papelería. Ahí, en un exhibidor desgastado, junto a algunos DVD en oferta, me encuentro con un ejemplar de Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sabato. Es una edición económica, de pasta dura, negra. Como si fuese el I Ching, lo abro y leo: «[…] un tiempo enorme –pensaba Bruno–, porque no se medía por meses y ni siquiera por años, sino, como es propio de esa clase de seres, por catástrofes espirituales y por días de absoluta soledad y de inenarrable tristeza».

            Y siento que las páginas me hablan, que nombran lo que no soy capaz de nombrar, que describen mi ánimo, mi soledad, mi infinita angustia.

            Sé algo de Borges, de Bioy, pero nada de Sabato. Soy un lector desordenado, pero voraz. He leído a Camus, Hesse, Cortázar, García Márquez y Rulfo, pero hasta ahora encuentro líneas escritas para mí.

            Encuentro a mi madre en un pasillo en el que venden cristalería.

Me cuenta que se le cayó un vaso de vidrio y se siente avergonzada. Me lo muestra: el vidrio del vaso está cuarteado. Lo tomo y le dijo que no se preocupe, que lo eche al carrito y lo paguemos.

–¿Qué traes ahí? –me pregunta.

Le enseño el libro. Lo hojea. Me dice que se ve interesante y le pido que me lo compre. Hace cuentas mentales. Me dice que sí, pero que tenemos que esconder el vaso por ahí. Lo escondo en un anaquel cualquiera. Ella me mira y sé que, por dentro, se lo reprocha.

Camino rumbo a la caja sin saber que llevo entre mis brazos, como un animal muerto en mi regazo, una de las novelas que después me enseñará, a través de Martín, uno de sus personajes principales, que el tránsito a la madurez es indisociable de cierta desintegración espiritual y que a veces lo que amamos es también aquello que está destinado a destruirnos.

            Sobre héroes y tumbas, con ese apéndice o interludio delirante que es el Informe sobre ciegos, me enseñó que un libro también es un espejo.

Y que todos llevamos algo roto dentro de nosotros.

2

Tengo un vago recuerdo de ella. Y he visto tan pocas fotografías suyas que si alguien me pidiera reconocerla en un álbum familiar seguramente la confundiría con una de sus hijas.

Se llamaba Lucía.

Era mi tía abuela. Se dedicó a la prostitución en el puerto de Acapulco y murió de cáncer cervicouterino a mediados de los años ochenta. Atesoro un recuerdo de ella que se asemeja más a una secuencia cinematográfica.

Mi tía Lucía está recostada en su recámara. Lleva puesta una bata amarillenta. Detrás de ella, en una pared descascarada de la que se desprenden en hojuelas las capas de pintura seca, se encuentra empotrado un cuadro de unos niños alados. En el aire flota el aroma de la enfermedad. Estoy a su lado. Tengo 2 o 3 años; ella, algo más de 45. Le veo su rostro en contrapicada. Me sonríe.

            –Deja a tu tía, mi amor. Necesita descansar –me susurra mi madre, quien me arrastra fuera de la habitación.

            Todo tiene un sentido de religiosidad: huele a flores marchitas.

            Antes de salir volteo a ver al cuadro de los niños alados y, en mi imaginación infantil, los veo revoloteando alrededor de mi tía, como cuervos al acecho.

Minutos después, la noticia estalla en la sala.

Lucía ha muerto.

Mi tía Lucía vivió en la misma vecindad, ubicada en Santa María la Ribera, en la que crecí y pasé más de 20 años de mi vida. Se casó con el tío Luis y tuvo cinco hijos: tres mujeres y dos hombres. Era una mujer de pelo castaño, tez clara, nariz aguileña y mirada penetrante. Tenía un cuerpo escultural. Es curioso: le gustaba comer ajos crudos con limón y sal, pues aseguraba que eso prevenía el cáncer.

Su único vicio: apostar. Todas las tardes jugaba a las cartas en un casino clandestino, instalado en una de las viviendas de la vecindad, que regenteaba una mujer a la que apodaban “La Güera”.

            A mi tía la acosaba un delincuente al que todos temían en el barrio.

Se llamaba Cornelio.

Todas las noches la esperaba en el portón de la vecindad, alcoholizado, para besarla a la fuerza. Cuando ella se le escurría de las manos y corría hacia su casa, él le gritaba, enfrente de todos: “Eres mía, Lucía. ¿Por qué no lo entiendes?”.

            El tío Luis poco podía hacer: cada vez que encaraba a Cornelio regresaba a casa con el ojo morado, el labio reventado, la nariz rota.

No era un secreto que la relación entre mi tía y su esposo pendía de un hilo, por otras razones: el alcoholismo de él; la ludopatía de ella.

            Mi tía decidió huir. Abandonó a sus hijos, a quienes dejó al cuidado de su madre, mi bisabuela Trinidad, y se fue a vivir a Acapulco, en donde se dedicó a la prostitución.

“No voy a regresar hasta que Cornelio se muera”, sentenció. Y así lo hizo.

            Años después, Cornelio, el hombre al que todos temían, fue cosido a puñaladas afuera de la vecindad por un joven de 17 años. Mi tía regresó a su casa, pero ya estaba enferma: padecía tuberculosis y cáncer cervicouterino, derivado del virus del papiloma humano.

Su historia la he conocido por los fragmentos que me contó Estela, su hermana, mi abuela materna, quien falleció en junio de 2013.

Creo que en ciertos pasajes de la vida de Lucía se encuentran las claves de otras desgracias familiares: de la miseria que se repite como una maldición, de los hombres–espejismo, salvajes, abusivos, violentos, que luego se desvanecen, de la búsqueda estéril de sosiego que sus hijos y nietos han emprendido a través de las drogas… de tanto abandono.

Según la Metagenealogía, de Jodorowsky, ese estudio sobre cómo se manifiesta el inconsciente familiar a través del árbol genealógico, es posible que –como individuos– estemos viviendo un destino que no nos pertenece, predeterminado por nuestros ancestros.

«El clan actúa como un organismo. Cuando uno de sus miembros experimenta un cambio todo el conjunto reacciona, positiva o negativamente. […] Los sufrimientos de los antepasados (heridas narcisistas, humillaciones, sentimientos de vergüenza o culpabilidad) adquieren una razón de ser», escribe Jodorowsky.

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La vida de mi tía, uno de mis ancestros, por esas razones, me obsesiona, a pesar de que –en ocasiones– sea inútil buscar las causas de la sinrazón.

O quizá mi obsesión tiene motivos más sencillos: Lucía tuvo el valor de largarse, de huir de ese ambiente suburbano ruin, sin salidas aparentes, caníbal hasta cierto punto (de ahí que nunca te vayas, aunque huyas), marginal y decadente.

            Así que cuando leí Canción de tumba, de Julián Herbert, no pude evitar relacionar la vida de Lucía con la de Guadalupe Chávez, madre de Julián.

             Herbert escribió una novela caleidoscopio, cuyo prisma refleja otras vidas–espejo, como la vida de mi tía Lucía.

Se lee en Canción de tumba:

«En cambio el primer recuerdo de mamá (porque ella me lo contó: me lo cuenta casi todo) es tierno y repugnante. Debió de tener, como yo, unos tres años. Espiaba a través de los hilitos dorados de la bocina de un gran radio Phillips holandés con doble dial de madera. Alguien –no sabe quién; yo sospecho que mi abuelo Marcelino– le había informado de que la música salida del gran cajón café era interpretada por gentecita diminuta que vivía ahí dentro. Por más que se asomaba y se asomaba, la niña Lupita no lograba distinguir a nadie».

Y luego Herbert narra como su madre, Lupita, era molida a golpes por su abuela, Juana, quien la agredía con brutalidad, por absurdas razones. «Pero, sobre todo, la medio mataba a golpes porque mi madre gozaba los boleros».

¿Cuánta ternura y violencia condensa esa imagen: gente diminuta, encerrada en una radio, que cantaba para el goce de los otros? ¿Qué tiene que haber vivido un ser humano, para suponer verosímil ese grado de crueldad?

«La novela de Julián –escriben los editores– saca esqueletos del armario, crea una voz narrativa genuina y febril, dibuja un México desalmado poblado por personajes que ya forman parte de lo mejor de la literatura en español».

Pienso en mi tía y en que su vida es un esqueleto en el armario, que nadie quiere sacar. Pienso en ella y lamento no tener la oportunidad de preguntarle por su infancia, por sus recuerdos “tiernos y repugnantes”.

Tengo un vago recuerdo de ella. Y he visto tan pocas fotografías suyas que si alguien me pidiera reconocerla en un álbum familiar seguramente la confundiría con una de sus hijas.

Se llamaba Lucía.

Era mi tía abuela. Se dedicó a la prostitución en el puerto de Acapulco y es el eslabón perdido de la familia.

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3

«He conocido todo tipo de perros. Caniches, Bassets, Braco de Weimar. Valientes que, con inconsciencia, se enfrentaban a los jabalíes. Cobardes, que se metían en el sótano cuando había tormenta. Ansiosos, que querían zampar a todas horas. Elegantes, que parecían siempre a régimen, como si fueran modelos. Cretinos», escribe Franz-Olivier Giesbert, en su libro Un animal es una persona.

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            Y mi Pulga pertenecía a esa última categoría: una cretina, pero una cretina fabulosa, amorosa y sabia. Murió el 27 de agosto de 2017, a los 10 años de edad, de un padecimiento fulminante en su hígado. Un día amanecí con la noticia de que mi mascota estaba decaída, tambaleante, enferma. Creí que sería algo pasajero, pero, tras los estudios de sangre, el veterinario corroboró sus sospechas sobre un mal hepático. Y me dijo lo que yo no quería escuchar: “Podría ser grave”.

Pulga tenía su carita triste, abatida, pero no se quejó nunca. Y eso siempre me sorprendió de ella. Era una perrita fuerte, tolerante al dolor: una vez se cortó, supongo que con un pedazo de vidrio, la almohadilla de una de sus patitas y, como no chilló ni emitió sonido alguno, no me di cuenta hasta que me percaté de su cojera y del rastro de sangre que dejaba a su paso.

***

Mi vida a su lado me llega, ahora, a través de flashbacks:

En su primer celo quedó preñada (porque se nos escapó) de un perro callejero, al que apodaban «Elvis» (al que yo, como padre conservador, veía con malos ojos). El veterinario que la atendía recomendó someterla a un legrado, pues el tamaño de los cachorros, tan grandes, ponía en riesgo su vida (conservó siempre su larga cicatriz de la cesárea que no fue). Al despertar de la anestesia me tiró una mordida y anduvo malhumorada unos días, quizá porque me reprochaba haberla sometido a ese procedimiento…

Una vez la rapamos y ella, de raza callejera, se pavoneaba como french puddle de Polanco. Al sacarla a pasear, una señora me dijo: “¿Qué bonita? ¿Qué raza es?”. Le respondí: “De ninguna; es de la calle”. Y vi la desilusión en los ojos de la señora…

Odiaba a los gatos. También podía pasar horas, con la mirada fija, buscando una lagartija. Y, como un niño que no quiere regresar del parque, me obligaba a esperarla hasta que desistiera de su misión…

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Pulga

Pulga era una hembra alfa, que se imponía, ladraba a los extraños y rasguñaba a los amigos –o a mi esposa– de una curiosa emoción que le provocaba verlos (aunque fuese la primera vez que los veía). Eso sí: era despiadada con los mensajeros, con los testigos de Jehová y con los vendedores de puerta en puerta.

Guardo en mi memoria un episodio que, ahora, me hace reír: un día tuve que limpiar, con mucho asco, las patitas que Pulga había hundido, a propósito, en un charco espeso, de aguas negras. Y ella seguía divertida, moviendo la cola, mientras yo lidiaba con «eso». Así era mi perrita: una cretina fabulosa.

Hace más de una década mi hermano menor la encontró debajo de un coche, apenas con un mes de nacida. Se compadeció de ella y la llevó a casa. Yo era, entonces, un universitario que vivía en un cuarto. Llegó a mis brazos con el tamaño de un ratón, infestada de pulgas. Vivió en varios puntos de la Ciudad de México, San Miguel de Allende y el Edomex. Y tenía su sello: orinaba, solo una vez –al desempacar–, el lugar en el que iba a vivir. Nunca fue entrenada, pero le agradezco que siempre haya sido una perrita limpia, a la que le encantaba salir a la calle de 2 a 3 veces al día a hacer sus necesidades. Hace varios años fui editor de una revista de mascotas –una experiencia desagradable por los motivos de siempre: un jefe tóxico–. Edité textos que hablaban sobre cómo moldear el comportamiento de un perro. Todo lo que no debía de hacer lo hice con ella: consentirla, no entrenarla y dejarla hacer lo que quisiera. Nunca me importó moldear su comportamiento para evitarme molestias. Nunca fue adiestrada por una hippie con carencias emocionales. Y no me arrepiento. Pulga fue un perro-tormenta, pero era una tormenta que me llenaba de alegría, a veces de enojo, a veces de profunda ternura. Jamás permití que la golpearan. O que fuese maltratada de forma alguna. Poco faltó para que la discusión con uno de mis vecinos, quien intentó patearla, debido a que se peleó con su perro, terminara a golpes. Ella tenía su personalidad y eso la hacía única.

Y sí, no lo niego: Pulga era indomable, aunque profundamente cariñosa. Mi papá atesora una fotografía de ella encima de su mesa de centro, despreocupada. Tenía unos ojos tiernos, que me colmaban de amor cada vez que llegaba a casa.

Era una perrita tan valiente que, unos días antes de morir, se esforzaba por correr en el parque. Y sí: seguía buscando lagartijas. Estuve con ella, la besé, la abracé y se durmió un rato en mis brazos. Le pedí perdón por todas las ocasiones que le fallé y por haberla abandonado, en casa de mis padres, el último año de su vida.

Me miró con sus ojos tiernos y le agradecí que siempre me acompañara en los peores momentos. Tras el diagnóstico creímos que se recuperaba. El tratamiento, al parecer, funcionó unos días –administrarle cualquier medicamento era casi un acto de ilusionismo, que exigía cierta pericia, pues era una perrita tan inteligente que lograba comerse el trozo de salchicha separándolo de cualquier pastilla; era difícil engañarla–, pero tuvo una recaída. Y el domingo 27 de agosto de 2017, alrededor de las 3:00 de la tarde, nos abandonó. Y escribo “nos” porque también se convirtió en la perrita de mis padres.     

Murió en brazos de mi hermano, el mismo que la rescató de la calle, como si cerrara un círculo.

***

Hubo un momento en el que fui un niño solitario y triste, vanidoso y callado, preso de una desesperanza que entonces no sabía cómo nombrar. Y los perros, esas criaturas enigmáticas, afectuosas, salvajes, desinteresadas, se me figuraban como cómplices de mi tristeza, o mejor: como paliativos. He amado profunda y descarnadamente a todas mis mascotas: a Kimba, a Daisy y a Pulga. Y no he sido el propietario más responsable, mucho menos el más tolerante, pero a esos seres les he obsequiado mi amor sin reservas.

Por eso la muerte de Pulga me hundió en un vacío, en una soledad honda y oscura. Y el dolor, en ocasiones, me atraviesa cada que me encuentro con una fotografía, con un perrito que se le asemeja o cuando los recuerdos me asaltan sin motivo. No confío ni puedo relacionarme con las personas que maltratan a sus perros. Algo profundo, casi instintivo, impide que simpaticemos. Y comulgo con el postulado de Giesbert: un animal es una persona.

Así que, para mí, la muerte de una mascota puede ser un trance aún más hondo que el fallecimiento de algún familiar lejano, con el que apenas cruce palabra. ¿Cuántos se atreverían a confesar que nos duele más la pérdida de una mascota, en lugar de la muerte de aquel familiar que fue abusivo con nosotros? Yo lo hago. Y asumo las consecuencias de mis palabras.

Y a pesar de todo lo anterior, me identifico con Damaris, protagonista de La perra, novela de Pilar Quintana.

Algunos leen para evadirse. Yo leo en busca de desasosiego, de respuestas. A veces un libro nos revela lo irremediable. Y ese efecto tiene La perra.

No tengo nada en común con Damaris, una mujer que vive en la Costa del Pacífico colombiano, pero entiendo su orfandad. Y sé que, en ocasiones, los lugares en los que crecimos se nos meten adentro, tan hondo, que no somos uno sin lo otro. Damaris cría a Chirli, una perrita indomable, caprichosa, voluble, aunque profundamente amorosa.

Damaris pasa, con Chirli, de la ternura a la desesperación, del amor al rencor. Su vida, su anhelo de maternidad, tiene un correlato en su vínculo con ese canino, que la lleva por derroteros insospechados, hasta un desenlace brutal, lleno de profunda verdad.

En La perra hay pocas metáforas, o comparaciones, porque a veces la belleza es así: salvaje, directa, primigenia. Una belleza cruda, resbalosa, oscura, que se nos restriega, que nos obliga a mirar. Estamos ante una novela que nos envuelve, como una trampa, en una ternura aparente que, más pronto que tarde, se desvanece, como sucede a veces con nuestras ilusiones.

Hay personajes en los que nos reconocemos. Y yo me reconocí en Damaris. Y eso, como lector, es invaluable. La perra es una novela tierna, aunque descarnada.

«Damaris no lloró más por la perra, pero su ausencia le dolía en el pecho como si fuera una piedra».

Y sí: la ausencia de nuestras mascotas siempre nos dolerá así, como una piedra atravesada en el pecho.

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