Una orquídea que abre de noche. Eso fue Alejandra Pizarnik (1936-1972). Ha pasado más de medio siglo desde que la poeta argentina, que deslumbró con su lirismo oscuro y obsesivo, decidió poner fin a su vida con una sobredosis de barbitúricos a los 36 años. Su suicidio, en 1972, selló una trayectoria marcada por el dolor, la soledad y una búsqueda implacable de sentido en la escritura. A pesar del tiempo transcurrido, su obra sigue resonando con una fuerza inquebrantable, y el mito que rodea su figura continúa creciendo, al mismo tiempo que se desborda como la hidra de un jardín abandonado, gracias a las nuevas ediciones de sus diarios, correspondencia y textos inéditos.
Es el caso de Biografía de un mito (Lumen, 2022), obra que fue concebida por las estudiosas Cristina Piña y Patricia Venti, quienes decidieron revisitar la vida de Pizarnik tras el descubrimiento de nuevos textos inéditos en los archivos de Princeton. Piña, una de las primeras en publicar sobre la poeta, de quien fuera amiga, y Venti, quien ha dedicado más de tres décadas a estudiar su obra, ofrecen una visión más completa, compleja y matizada de su vida y legado. Esta edición ampliada se apoya en una vasta documentación, incluyendo los ya mencionados cuadernos, además de correspondencia y borradores de Pizarnik, y valiosos testimonios de su hermana Myriam y amigos cercanos.
Hija de emigrantes judeo-ucranianos, nació en Avellaneda, privincia de Buenos Aires, un primer paisaje que ayudó a emerger otras versiones de sí: Buma, Flora, Blímele, Sasha. Desde joven, Pizarnik mostró un interés voraz por la lectura, lo que fue fundamental en la formación de su identidad literaria. Una composición sobre María Antonieta y Luis XVI, escrito a los 10 años, despertaría la admiración de su maestra. Resalta la relación que tuvo con sus padres, que con el descubrimiento de los papeles de Princeton, encuentra claroscuros que antes no habían sido registrados:
“Pensar en mi infancia es obligarme a odiarlos. ¿Cómo es posible que hayan carecido absolutamente de recursos mentales y afectivos para hacernos sufrir tanto a Myriam y a mí? Mi madre jamás me acarició y jamás me besó, espontáneamente y naturalmente. Eso era lo impensable. Lo único que surgía de ella era la prohibición, el NO, la mirada colérica, de desaprobación. No obstante, yo fui culpable, posteriormente de su ira y enojos”.
En su adolescencia, devoraba los textos de grandes poetas y escritores europeos, como Arthur Rimbaud, Antonin Artaud, Lautréamont, Stéphane Mallarmé. Este contacto temprano con autores simbolistas y surrealistas la llevaría a explorar formas, artilugios del lenguaje, que se verían reflejados más tarde. Su estancia en París (1960) amplió aún más su horizonte literario, sumergiéndose en las vanguardias artísticas y en el pensamiento filosófico contemporáneo, mientras discutía sobre estética y poesía con figuras clave como su gran amigo Julio Cortázar y Octavio Paz. “Lo que más me dolió siempre en mi vida de Buenos Aires era la vergüenza de mi soledad”, escribiría en sus diarios. París y la compañía de otros escritores irían contra este sentimiento.
A su regreso, sin embargo, publicó Árbol de Diana (1962), un conjunto de poemas breves que marcó un hito en su carrera por su economía expresiva y su lirismo punzante. Su obra maduró en los siguientes años con la publicación de Los trabajos y las noches (1965) y Extracción de la piedra de locura (1968), donde su exploración del lenguaje alcanzó una intensidad inusitada, tornándose más fragmentaria y experimental. La influencia del surrealismo y su conexión con poetas malditos, como Artaud y Rimbaud, la llevaron a adentrarse en una poética que cuestionaba la realidad y los límites del lenguaje. En este proceso, su escritura se volvió más fragmentaria y simbólica.
La contribución de Myriam Pizarnik en Biografía de un mito es crucial para la comprensión de la complejidad de la vida y la obra de su hermana. A través de sus recuerdos y reflexiones, Myriam ofrece una visión íntima y personal que complementa la narrativa más amplia presentada por las autoras. Su testimonio revela no solo la relación familiar entre ambas, sino también la atmósfera emocional y las tensiones que marcaron la infancia y juventud de Alejandra.
Además, el testimonio de Myriam también permite explorar las dinámicas familiares que influenciaron a Pizarnik, como el entorno opresivo que la rodeaba. A través de sus recuerdos, se desvelan los desafíos que enfrentaron, incluido el impacto del contexto histórico y social en el que crecieron. Apuntan las autoras: “después de la ocupación de Francia por parte de los alemanes, no es de extrañar que el miedo y la tristeza estuvieran presenten en casa de los Pizarnik, quienes sin duda hasta 1945 vivieron en una zozobra constante: la propia Myriam cuenta que a los cinco años tenía pesadillas en las que Hitler aparecía para llevársela”.
A medida que exploramos la vida de Alejandra Pizarnik, los nombres que la acompañaron —Buma, Flora, Blímele, Sasha— se convierten en símbolos de su compleja identidad y su lucha interna. Lejos de la imagen de la poeta maldita, estos múltiples rostros revelan una escritora profundamente intensa, cuya entrega al reino del lenguaje era tanto un refugio como una condena. En este recorrido que nos propone Biografía de un mito, el mito se desmorona parcialmente, para dar paso a la figura de una mujer que, en su incesante búsqueda por capturar la esencia de la experiencia humana, transforma —como una flor que se alimenta de la oscuridad— su sufrimiento en una obra literaria que resuena en las generaciones venideras.