¿Qué es la madurez? Esta es una de las preguntas principales del temperamento moderno, con su obsesión por la razón y el entendimiento de un mundo caótico. Una de las posibles respuestas a esa pregunta —que lleva ya unos siglos rondando por la literatura, el psicoanálisis y los afectos en general— es que la madurez es superar la “minoría de edad” (Kant) o, mucho mejor, “matar al padre” (Freud y un largo etcétera), esa sentencia que lo mismo sirve para desmarcarse de la autoridad que para exorcizar los fantasmas de esos padres que nunca alcanzan a reconciliarse con su pasado ni su futuro póstumo.
Para Gastón García Marinozzi (Argentina, 1974), la cuestión se trata de hacerle caso a uno de los grandes padres literarios, Julio Cortázar, quien le dio celebridad a la tarea de confeccionar instructivos para cosas de todos los días: subir escaleras, portar relojes, llorar, mirar por la ventana o cantar (sin usar la nariz). En este caso, unas Instrucciones para matar al padre, ensayo que desde el título lleva la primera de muchas rebeldías contra la paternidad, pues invierte la lógica cronopia de mistificar un acontecimiento banal, y brinda la posibilidad de quitarle solemnidad a la muerte del padre.
De ahí que en esta novela política en tres actos (como dice el subtítulo, entre capcioso y literal) se articule, antes que con una narrativa convencional, por medio de un montón de lecturas que García Marinozzi sobre otros escritores atrapados en el trance y aprendizaje de reconciliarse con los padres, que no son uno solo, sino muchos: reales, literarios, postizos y, en algunos casos, eternos.
En este caso, el padre ha muerto en Argentina, y el autor debe viajar desde México hasta Córdoba. En el trayecto, hilvana los recuerdos primigenios (como la vez que el padre le apuntó con una escopeta, la primera canción de los Beatles, episodios de ebriedad y orfandad) y la certeza de siempre: uno jamás conoce ni perdona del todo a su viejo. Al mismo tiempo, el trayecto entre patrias le sirve para constatar que el sufrimiento es parte connatural de lo que debería ser, se supone, un amor incondicional. La verdad es que no: en todas las patrias hay desaparecidos, idiomas que se vuelven extranjeros y un deseo muy fuerte que puede equipararse al de matar al padre: migrar, expatriarse, moverse del terruño.
Entreactos hay un intento de hallarle sentido a la muerte del padre que se torna tan difícil como el de dárselo al mundo. Por las pistas que da el propio autor sobre su tiempo y localización, muchos de estos piensos suceden o se escriben el D. F. (todavía llamado así), a mediados y finales de los dosmildieces: es la época infame —¿cuál no lo es?— del crimen de Estado que hoy conocemos como la desaparición de los 43 estudiantes de la normal de Ayotzinapa; Gabriel García Márquez y José Emilio Pacheco acaban de morir y, con ellos, todo un quehacer de la literatura en América Latina; Donald Trump llega por primera vez a la presidencia bajo la demagogia de hacer grande otra vez a una patria desvencijada y cobarde; la foto de Aylan Kurdi, uno de los niños sirio refugiados que murió en una playa mediterránea de camino a Europa, circula en todo tipo de plataformas.
Todo parece ser íntimo y, a la vez, viral, con esa colectividad triste tan propia del streaming infinito de contenido al que se somete todo en estos días: de ahí que de entre todos los padres y padre-heridos que aparecen en estas instrucciones (por mencionarlos: Juan Rulfo, Georges Perec, Salman Rushdie, Philip Roth, Hanif Kureishi, Orhan Pamuk, Vladímir Nabókov, etc.), ninguno represente el espíritu de esa década como Karl Ove Knausgård, novelista noruego que durante algunos años pareció abanderar un género, la no-ficción, con un ímpetu vanguardista que habría tenido su estética en el inmediatismo sin filtro. Su obra cumbre, Mi lucha (compuesta por 6 libros gordos, publicados entre 2009 y 2011), pese a su voluminosidad, ya ha empezado a revelar que su artificio sin filtro era tan parecido al de los posteos de Instagram: stories tan manipuladas como las mejores novelas, pero sin encanto.
Frente a eso, el libro de García Marinozzi busca filtrarlo todo de manera explícita, atarlo a la lógica del archivo o la acumulación de fragmentos: como los pintores de La Ruptura —Lilia Carrillo, Manuel Felguérez o Brian Nissen— y su intento (fallido en términos de posicionarse en el centro) de reemplazar a los muralistas; como Malcolm Lowry y tantos otros gringos que venían a México a confirmar (si uno despolitiza lo suficiente) que este país es un “Jardín del Edén carbonizado”; y siempre, en el retrovisor, la vista de Eneas que carga a su padre, Anquises, mientras tratan de escapar de su ciudad en llamas para fundar, sin saberlo, otro imperio, otra patria.
Sin spoilear de qué tratan ni cuántos pasos tienen las prometidas “Instrucciones para matar al padre”, puedo adelantar que hay otra resolución final a este libro de duelo, chistes malos contados en el velorio paterno (ninguno mejor que este: “Niños juegan a Star Wars en plan lacaniano: «Yo... soy mi padre»”) y una genealogía de hijos-padres-escritores por revisar. Y esa es la de cómo un autor que ha escrito El libro de las mentiras (2018) o Los lugares verdaderos (2023) parece pasar sin mayor problema por el irritante problema de La Verdad, que en literatura debería ser menos apremiante, pero siempre está ahí, como un elefante o espectro en la habitación, y mucho más cuando hay que escribir sobre papá. Aquí, la madurez reside en no pedirle nada a la verdad ni a la mentira, para cumplir esa función que todo padre sí está obligado a hacer: la de contar relatos sobre la vida y contra la muerte.