La rareza de los cuentos de Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) es equivalente a la de Felisberto Hernández o a la de David Lynch o a la de Amparo Dávila. Son mundos con lenguajes propios, complejos, que buscan sus propios receptores. Si por algún motivo el lector les encuentra una lógica e incluso una explicación, la lectura pierde. Y uno puede caer en esa trampa. En El buen mal, el más reciente libro de cuentos de la autora argentina, editado por Penguin Random House, los personajes yacen instalados en una normalidad engañosa, como si fueran animaciones de un videojuego de simulación social, en el que la vida de sus participantes resulta ergonómica, límpida y casi perfecta. Familias pequeñas, amigas que se llaman, gente que prepara el desayuno, que existe en los márgenes de las convenciones: casa, trabajo, viajes…
Sin embargo, basta mirar bien, a profundidad, para darse cuenta de las grietas que atraviesan los espacios, las cicatrices, las actitudes de un pasado con hendiduras. Una mujer que lidia con el deseo (¿compartido?) de morir, un caballo hermoso cuya presencia es la extensión de una muerte accidental, un gato que mira la ventana acaso desde el umbral de la no existencia, el lenguaje de una familia que se enfrenta a la tragedia del hijo menor sin habla. Son personajes que buscan una verdad, pero sólo hallan incertidumbre, esa frontera de niebla, y les basta.
“Estoy muy peleada con la idea de lo normal. ¿Qué es lo normal, lo establecido? ¿Qué es lo posible versus lo imposible? La normalidad es tal vez la mayor ficción en la que vivimos. Mis personajes justamente quiebran ese espacio y se dan cuenta de que era posible cruzar el espejo, sin romperlo, situarse fuera de lo establecido, en ese espacio que se parece un poco a la locura si lo mirás desde afuera, pero donde de pronto se encuentra la solución a lo que buscamos, donde tal vez resida la felicidad. Estamos todo el tiempo tratando de pertenecer, de ser normales, de estar a la altura”, menciona Schweblin en una entrevista.
En “Bienvenida a la comunidad”, el cuento que abre el libro, una mujer se arroja a un lago atada de piedras a la cintura. Registra la experiencia en primera persona del presente. “Una contracción llega desde los pulmones, es un espasmo”, dice. En algún momento, retorna, vuelve a la superficie. A continuación, la vemos volver a casa para preparar el desayuno de sus hijas. Un vecino cazador la ha visto y sabe lo que ella intenta hacer.
“William en la ventana” aborda, por un lado, la experiencia de la protagonista de una residencia internacional de escritores en Shanghái. Ahí conoce a Denise, una mujer mayor cuya relación con su gato era similar a la de un hijo. El gato muere y ella comienza lo que parece un periodo de negación al sentirlo cerca aún, al escucharlo incluso. Lo que parece parte de un duelo se convertirá en una presencia extraña que habita los espacios.
“El ojo en la garganta” es en el fondo un texto sobre el lenguaje y su ausencia. La historia de unos padres y su hijo, que de niño se tragó una pila y perdió el habla. Este hecho marcará sus vidas y tendrá como consecuencia una relación áspera de cuidado. La casa en la que viven tiene también su grado de anomalía. Cada noche reciben una llamada silenciosa. Si la vida de esta familia no fuera extraña por sí sola, las paredes, los pisos, el aire denso que los rodea se ocuparían.
Quizás estos relatos se enmarcan en la definición freudiana de lo unheimlich, ese término tan manoseado de unas décadas para acá en la literatura de imaginación extraña. Mark Fisher, en su ensayo Lo raro y lo espeluznante, genera un contrapunto sobre la noción aceptada del concepto. Para él, lo raro no necesariamente tiene que ver con lo oculto que emerge desde lo cotidiano, sino con una ruptura de las expectativas ontológicas: eventos o entidades que no deberían estar ahí, o cuya presencia desafía las reglas del mundo. En los cuentos de Schweblin, lo raro no es sólo la grieta por la que se cuela lo siniestro, sino la forma misma en que se presenta: sin explicaciones, sin causas claras, con ambigüedad. En ese sentido, esta colección continúa la poética de Distancia de rescate (2014) y Siete casas vacías (2015) más que de Kentukis (2018).
Ése es, tal vez, el verdadero mal que articula el título del libro: no un mal explícito o diabólico, sino una anomalía persistente, silenciosa, que se instala en los cuerpos, en los gestos, en el lenguaje, y que no puede ser nombrada del todo. Un mal que no necesita estallar para ser devastador, porque está ya adentro, operando desde el fondo. En El buen mal, Schweblin no busca respuestas ni revelaciones; su literatura funciona mejor cuando nos deja suspendidos, dudando incluso de lo que creemos haber leído. ¿Y si esa duda fuera la forma más efectiva de acercarse a la literatura, a la realidad?