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Amores bajo la lluvia: amantes y enamorados de la Segunda Guerra Mundial
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Ya lo decía Svetlana Alexiévich: el amor y la muerte siempre andan cerca uno del otro. Aun así nos extraña que el amor pueda cobrar esplendor mientras el mundo está en llamas. Sabemos mucho de la Segunda Guerra Mundial por su documentación militar y el relato público y periodístico, que sirve a las estadísticas y a los historiadores bélicos. Y aunque las imágenes más famosas de esa conflagración seguirán siendo fotos como las del desembarco de Normandía, las escaramuzas distópicas en Stalingrado o las calcinadas ruinas de Dresde, la vida, vibrante y simple, siguió su curso bajo el manto de la guerra: fiestas, ceremonias religiosas, envidias entre familiares, jornadas laborales y, por supuesto, historias de amor.

Pues aún en sus peores momentos, la pasión y el afecto tuvieron oportunidades de expresarse en medio de la tormenta europea: amores cubiertos por sentimientos de culpa (¿cómo pensar en romances y coqueteos mientras caen bombas, hay deportaciones masivas y los soldados recorren las calles?), cartas y manuscritos completados de manera clandestina, notas prendidas en la ropa de los amantes, infidelidades y secretos que se calan más allá del armisticio. Tres novelas de este siglo rastrean esa incomodidad que quizá no sea tan propia del amor en tiempos de guerra, sino de los amores de todos los tiempos: amores arrebatadores y amores arrebatados, amores bajo la lluvia.

Por ejemplo la Suite Francesa, obra que Irène Némirovski (Kiev, 1903) escribió a mano sobre un cuaderno y en una letra diminuta y azul entre 1940 y 1942, año en que su autora fue deportada a Auschwitz por los colaboracionistas en calidad de “apátrida de ascendencia judía”. Aunque la Suite se escribió en ‘tiempo real’ a los asuntos que describe, no fue sino hasta 2004 que se publicó por primera vez. La Suite, como muchas de las obras que dejó la Shoah, quedó inconclusa y Némirovski nunca pudo escribir más que dos de los cinco libros que tenía proyectados, pero desde que fue redescubierta no ha dejado de crecer la fascinación por la intensidad del drama y hasta la ironía (que casi raya en el desapego) con las que la novelista captó la debacle tanto militar como moral del pueblo francés.

La primera parte, Tempestad en junio, se centra en la huida de varias familias de parisinos a la Francia rural para escapar de la invasión nazi en 1941: escenas sobre carreteras deshechas y gentíos azotados por la escasez de comida y el hostigamiento de la aviación alemana. Tanto familias de clase trabajadora como el matrimonio Michaud y los Péricand, como los aristócratas y snobs, se ven igualados por la catástrofe, misma que Némirovski muestra a detalle a partir de una polifonía de voces (incluido el punto de vista interno de un gato) que representan a una ciudadanía reducida a multitud errante. La segunda parte, Dolce, se desarrolla en el pueblito de Bussy después de que Francia se ha rendido y los sobrevivientes –casi todos mujeres y ancianos– son forzados a la humillación de compartir sus casas con las tropas de ocupación. Si en la primera parte los alemanes eran una presencia lejana, aquí sus soldados aparecen de cuerpo entero, con caras y rasgos distintivos, demostrando que lejos de ser bárbaros son hombres de cultura, políglotas y hasta corteses. En uno de esos hogares, el de Lucile Angellier -que comparte con su suegra tras la captura de su esposo en el frente-, la tensión entre enemigos adquiere nuevos matices cuando llega a su puerta el oficial Bruno von Falk, discreto, connoisseur de Balzac y pianista frustrado del Tercer Reich. Némirovski irá trazando entre los dos una cercanía y una afinidad que establecen un dilema que todavía no ha sido superado ni analizado del todo en el inconsciente colectivo francés, atormentado por la derrota y el espectro del colaboracionismo: el tabú de enamorarse y compartir la casa con el enemigo, así como la lealtad a una abstracción como la patria ante algo tan cálido y concreto como lo es el corazón. 

El redescubrimiento de la Suite ya iniciado el Siglo XXI dejó claro que no se ha dicho todo sobre la Segunda Guerra Mundial. Apenas el año pasado Pierre Lemaitre (París, 1951) concluyó Los hijos del desastre, trilogía que inició con Nos vemos allá arriba y Los colores del incendio, y que en su tercera parte, El espejo de nuestras penas, sirve de final a una épica que ha sido comparada con Alexandre Dumas y las novelas de folletín del siglo XIX.  Ubicada entre abril y junio de 1940, El espejo de nuestras penas narra los sucesos de ese periodo vergonzoso que comenzó con la drôle de guerre (o ‘guerra de broma’) y culminó con la caída de la Línea Maginot y la capitulación francesa. Novela coral como la de Némirovski, El espejo tiene como protagonista a Louise Belmont, institutriz que ve cómo París cae en cuestión de días y se ve forzada a huir hacia el sur, donde encontrará de todo: soldados derrotados, profesores, pequeñoburgueses, aspirantes a poeta y sacerdotes. Personaje incidental que aparece como una niña en Nos vemos allá arriba, Louise aparece aquí como una mujer de treinta años, la edad perfecta –según el propio Lamaitre– para ser una heroína: ni tan grande para verse arrastrada por el destino ni tan joven como para no saber cómo enfrentarse a él. Que la trilogía haya concluido en 2020 es más que una coincidencia cruel, pues El espejo de nuestras penas no es sólo un reflejo válido para los franceses de 1940, sino de las miserias que los cataclismos dejan aflorar en la humanidad, ya sea bajo una guerra o una pandemia. ¿Qué lugar tiene el amor aquí? Apenas uno de resistencia, de una dulzura que se anhela por escasa y que es fruto, como todo lo demás, de la desesperación.

Ahora bien, ¿cómo era el amor en el epicentro del terremoto? En Stella, Takis Würger (Hohenhameln, 1985) asoma a los lectores a la Berlín de 1942, capital de un Tercer Reich que para entonces ya había alcanzado su zenit militar. A sabiendas de cómo terminaría aquel “imperio de mil años”, Würger elige la ambigüedad entre lo ilusorio y lo auténtico para contar la historia de Friederick, un chico ingenuo de la no tan neutral Suiza (esta ironía no es gratuita), que viaja a Berlín para encontrar lo que queda de la alta cultura europea: jazz, pintura de vanguardia y cosmopolitismo. En lugar de eso encuentra una ciudad sofocada por la policía nazi, los apagones y los racionamientos de alimentos; donde suenan standards americanos maltocados y peor cantados con acento germánico; y donde la gente más letrada cree que los judíos están a punto de apoderarse del mundo. Allí conocerá a ‘Kristin’, una chica jovial que apenas logra disimular la perversidad del personaje histórico en el que se basa: Stella Goldschlag, judía-alemana que denunciaba y delataba a otros judíos en un país que pronto sería declarado “territorio libre y puro” gracias a las deportaciones masivas hacia los campos de exterminio. Friederick, por supuesto, se enamora de ella y ambos viven un romance de veinteañeros distorsionado por la guerra y la crueldad. En esta novela, documentada como una obra de no-ficción, Würger deja abierta la interrogante de si lo fársico y lo cursi son la otra cara del amor verdadero, una tensión que conmueve y perturba por igual.

Pero el amor (o el desamor) también puede encrudecerse con el tema de la migración en un excenario como lo fue la Segunda Guerra Mundial. Luego de separarse de su esposa, un periodista peruano regresa a España dispuesto a rehacer su vida. Varias décadas antes, otro peruano, Matías Giurato Roeder, se encuentra en una situación similar: abandona su país para irse a Estados Unidos y experimenta los rigores de la migración y el horror de la Segunda Guerra Mundial. La experiencia civil y la aventura épica se complementan así en esta vibrante novela en cuya trama restallan los perturbadores efectos del amor, la locura, la política y la guerra.

Dotada de una prosa trepidante que traslada al lector al vértigo y la crudeza de un campo de batalla, El mundo que vimos arder (Alfaguara, 2023) constituye tanto un registro bélico impactante como una reflexión sobre la identidad y el desarraigo en un tiempo en el que todo parece estar a punto de estallar o desaparecer.

No se ha dicho todo sobre el sufrimiento durante la guerra, y tampoco sobre esos amores que caminan −como todos los demás− entre la vida y la muerte. Y es probable que muchos de los documentos donde reside el corazón de la guerra no estén en el archivo de un cuartel militar, sino ocultos en una declaración de amor.

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