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No quiero tener nueve años eternamente
Denise Velázquez comment 0 Comentarios

¿Qué puede resultar perturbador en una historia con niñas de nueve años? Niñas que recortan muñecas de papel, saltan la cuerda, corren por el patio, y juegan a los disfraces; niñas que sonríen, se abrazan, y unen sus mesadas para darse un festín de dulces juntas. En esta historia, las mismas niñas que pintan ángeles en la nieve y se dan regalos de Navidad son capaces de confabular, aleccionar, someter e incluso llevar al borde de la muerte a una de las suyas. ¿Es eso posible? Pero si solo son niñas.

La protagonista de nuestra historia, Ojo de gato (Salamandra, 2023) de Margaret Atwood, es Elaine Risley, una pintora—no artista— de unos cincuenta años que viaja de Vancouver a Toronto para participar en la celebración de una retrospectiva de su obra. Ella aborrece esa ciudad, hace años que vive a kilómetros de distancia por razones de peso, y mientras la recorre a pie durante su estadía, con idas y venidas en el tiempo nos va contando pasajes de su infancia y adolescencia que en definitiva marcaron su manera de socializar con otras mujeres, y principalmente su incursión al «mundo de las mujeres».

Acostumbrada a solo convivir con su hermano, todo cambia cuando su padre, un entomólogo forestal, obtiene un trabajo nuevo como profesor universitario y la familia se muda a Toronto dejando atrás su desenfadada vida silvestre. Así es como Elaine conoce niñas de verdad por fin, de carne y hueso, y con ello comienza a involucrarse en sus costumbres y dinámicas, a esforzarse por encajar en el molde, a luchar por demostrar que es capaz de ser la niña correcta, impoluta, de buenas formas que amerita pertenecer, y ser querida por otras niñas. Sin embargo, su buena voluntad no basta y es acosada por sus nuevas amigas Cordelia, Grace y Carol. Las reprimendas de Cordelia y el subsecuente trauma la perseguirán por años, en un tangible y a la vez metafórico puente que se alzará entre su infancia y la vida adulta.

« Con los enemigos se siente odio y rabia. Pero Cordelia es mi amiga. Le caigo bien, quiere ayudarme, las tres quieren ayudarme. Son mis amigas, mis mejores amigas. Antes no tenía amigas y me aterra la idea de perderlas. Las quiero complacer.»

Comienzo a leer y desde las primeras páginas algo ya me atraviesa, me punza. Soy una mujer en mis treinta, pensar en la infancia que viví y en mi relación con las niñas —y desde hace varios años mujeres adultas— me despierta una sensación agridulce. Sí creo en la amistad entre mujeres, soy amiga, tengo amigas; sin embargo, un ligero tirón de estómago me recuerda que en este tema no todo ha sido miel sobre hojuelas, no temo disfrazarlo. Ahora mismo viene a mi mente un viejo tuit mío: «A veces pienso que me han roto el corazón más amigas que batos», lo tuiteé hace un año y no hace mucho lloré porque descubrí que una chica que me llamaba amiga—y yo a ella— me excluyó de una invitación. Y así como Elaine, quien inspira estas líneas, me siento sola en la repisa, y preguntándome qué es lo malo que he dicho —o hecho—mientras ella y las convocadas, apretujadas, ríen juntas en la repisa contigua. Treinta y seis años y continúo envuelta en juegos de niñas, en dinámicas crueles e hirientes.

Pero ese ha sido un rompimiento más, los primeros fueron en la infancia. La puerta negra se abre y me descubro como Elaine en mis años de escuela primaria: al principio arropada y bien recibida por un grupo de amigas, ¡una hermandad al fin! Tiempo después la magia se acaba, todo va mutando; querida Elaine, ¿en qué momento nos volvimos presas de sus palabras, sus miradas lascivas, y el poder de su aprobación? Tan solo éramos niñas.

«¿Tienes algo que decir en tu defensa?», solía preguntarme Cordelia. «No, nada», respondía yo. Acabé por asociar ese «nada» conmigo misma, como si yo no fuera nada, como si allí no hubiera nada de nada.

Por fortuna, en la historia de Elaine no todo es desamparo, desde niña es determinada y en su adolescencia experimenta el cambio, lo que podría figurar como un atisbo de venganza más bien me parece un despertar de sus mecanismos de poder, una (mala) consecuencia de crecer y aprender de la ley del más fuerte. No es spoiler mencionar que Elaine llega a ser una adulta exitosa en la escena artística, no por nada le celebran una retrospectiva. A lo largo de las páginas descubriremos cómo su arte está inundado de recuerdos escondidos, metáforas domésticas, rabia por lo vivido, pinturas que se vuelven su propia enunciación de la violencia y el amor. Pincel, lápiz, y memoria, una triada que arrasa, que es incendio y calma a la vez. La puerta negra se abre, la canica gira, el reflejo de lo vivido llega a sus admirados cuadros mientras la angustia permanece. ¿La sigue atormentando el pasado? ¿Por qué busca por todas partes a Cordelia en esa ciudad que tanto odia?

Margaret Atwood, una de mis escritoras favoritas, hizo de Ojo de gato una poderosa historia que nos habla de relaciones complicadas entre mujeres, violencia, y feminidad; también del poder de la memoria, de cómo recordamos que éramos, del encubrimiento de los traumas de la niñez que inciden en la formación de la personalidad. De ninguna manera Atwood sataniza a las mujeres (y yo tampoco pretendo hacerlo), solo muestra cómo la construcción de género y los procesos de socialización de las niñas pueden ser violentos. Un escenario inimaginable para muchos por el discurso edulcorado de la feminidad que se ha impuesto por años: las niñas son bondadosas, frágiles, de azúcar, flores y muchos colores; y por ende las mujeres. Afortunadamente ya hay más discursos reales que sí cuestionan la sororidad y liberan a las mujeres de la perfección y el mito, porque donde hay luz hay oscuridad.

Pese a que esta novela fue escrita hace más de treinta años, está presente el reconocido interés de Atwood por traer a la conversación temas de ecología y del cuidado medioambiental, que dicho sea de paso, aborda de manera sublime en su más reciente trilogía MaddAddam (Salamandra, 2022). También habla de física con el recurrente concepto de espacio-tiempo, hace apuntes precisos sin resultar engorrosos que a mi parecer suman a la dimensión y temporalidad del relato, al juego de la memoria y el pasado, a la posibilidad del salto en el tiempo que nos brindan las historias.

Una vez más caigo rendida ante esta autora canadiense, y disfruto de su magistral manejo del lenguaje: las palabras precisas, los silencios que evoca, el diálogo interno que detona, siempre me quedo con ganas de leer más de lo que escribe.

En el juego de la memoria, por la elección selectiva de los recuerdos, la infancia de Elaine le sabe a polos de naranja, a bola de chicle, a regaliz rojo, pero cuando la puerta negra se abre y se cuela el pasado, la infancia también le sabe a pelos mordisqueados, a hielo sucio, a pies desollados, y a cutículas de las manos roídas, le sabe a miedo a sus amigas. ¿Y a mí, a qué me sabe la infancia?

Pienso que las amigas, sin duda alguna, son una red de soporte emocional vital, una fuente de amor y fortaleza que pueden representarlo todo, me han salvado en muchas ocasiones, pero como todo lo que se ama, también han destrozado mi corazón. Y a veces, como Elaine, pienso en la posibilidad.

«Ella tendrá su propia versión. Su historia no gira en torno a mí, sino en torno a ella misma. Aun así, podría ofrecerle algo de lo que uno nunca dispone, salvo que otro se lo ofrezca: su imagen vista desde fuera. Su reflejo. Esa es la parte de su persona que yo podría devolverle.»

Adiós, Cordelia. No quiero tener nueve años eternamente.

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