“Polímata” es una palabra que se ha usado para hablar de gente como Leonardo da Vinci, Johann Wolfgang von Goethe, Athanasius Kircher y, en fechas más recientes, autores como Oliver Sacks, Umberto Eco, Roberto Calasso o Susan Sontag. “Gente del Renacimiento”, como los llaman, la clase polímata tendría una capacidad casi sobrenatural para captar el mundo, armada de una curiosidad tan ilimitada como su pasión.
Pues bien, ya avanzado el siglo XVIII, y en vísperas del XIX, la palabra se aplicaba con justicia a un solo hombre: Alexander von Humboldt (1769–1859), explorador, naturalista, en ocasiones antropólogo, viajero, geólogo, anticuario y un montón de cosas más que, para resumirlas en una sola disciplina, quizá sólo serviría una palabra de su época: geognosia o, mejor aún cosmología.
Sin embargo, hay algo en el polímata y su plenipotencialidad que encubre sus rasgos más humanos: así de talentoso como es, podría señalarse también su propensión a saltar de un lugar a otro (hoy, seguramente, alguien diría que tiene TDAH); la posteridad de sus hallazgos —muchos de ellos descubrimientos de otros— restringida al plano ensayístico, más que al de la contribución destinada a perdurar en leyes o axiomas universales; además de un destino solitario y, muchas veces, una misión incompleta a cuestas.
Todo esto tenía Humboldt, quien no pudo explorar a sus anchas un mundo dominado por imperios coloniales en guerra entre sí, y una transición entre el “panteísmo”—capaz de fascinarse ante todas las cosas de La Creación— y una ciencia positiva que buscaba reglamentar y segmentar el conocimiento, casi de la misma forma en que los estados nacionales querían hacerlo con los territorios del mundo.
Solterón de por vida, en constantes problemas financieros (a pesar de contar, como barón que era, con una herencia significativa) y a merced de los vaivenes políticos en plena era de las revoluciones, la gran obra de Humboldt no pudo completarse y quedó en la dispersión. Los largos títulos de sus obras unitarias más conocidas, como “Informe histórico de la extensión progresiva de la vegetación sobre la Tierra y de sus condiciones geognósticas” o Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente, contrastarían con la simpleza en el nombre de su libro imposible: Cosmos, obra magna que, aun con sus cinco volúmenes publicados en vida por el autor, quedó inconclusa, siempre en busca de un nuevo editor o museólogo que pueda iluminar uno de sus muchos costados.
No obstante, el “Shakespeare de la ciencia” irradia aún hoy un entusiasmo por el conocimiento a secas que no ha podido ser derrotado: la Universidad Humboldt, que honra a quien posiblemente sea el mayor berlinés de la historia, sigue siendo ahora un pequeño vivero para la investigación libre único en su país (lo que no es cosa ahora que se cumplen los 100 años de la Escuela de Frankfurt, otro semillero de pensadores críticos).
Esta es la especie y el hombre que William Ospina busca recrear en Pondré mi oído en la piedra hasta que hable (Random House, 2023): la de un cosmógrafo a la vez precursor, contemporáneo y emisario del futuro. En un libro que funciona más como evocación de una experiencia que como un estudio biográfico, Ospina busca expresar con la misma fuerza que Humboldt el todo: piedras, catalejos, lajas de lava, plantas, animales, leyendas, tonalidades del azul, mapas; todo cubierto por un ímpetu descomunal capaz de igualar las cumbres de volcanes como el Teide, el Cayambe, el Chimborazo o el Popocatépetl.
Durante su vida no sólo fue al encuentro de grandes masas de tierra y vegetación; su periplo cósmico incluyó también el encuentro con algunos de los personajes más sobresalientes de su generación. Por ejemplo, Goethe, quien vio en Alexander la encarnación de Fausto. O al propio Napoleón Bonaparte (con quien compartía año de nacimiento) y Thomas Jefferson; que en América Latina tenían a contrapartes como Andrés Bello y María Antonia Bolívar, procreadores de repúblicas en las que el ánimo iluminista de Alexander, de manera desafortunada, no estaría reservada sólo a los anticuarios y las bibliotecas de eruditos. Frente a ese siglo de guerras y lineamientos de fronteras, la ciencia positivista se usaría para explotar la naturaleza en vez de comprenderla.
Y es que Ospina tiene en Humboldt un contrarrelato de la expansión europea que retrató en su trilogía sobre la invasión y sometimiento de la América meridional (Ursúa [2005], El país de la canela [2008] y La serpiente con ojos [2012]), en vez de un conquistador, tuvo en el científico prusiano la imagen de un visitante generoso con la tierra y la gente que lo han recibido: no es raro encontrar elogios a los pueblos originarios o una preocupación por el choque entre la civilización (como lo vio en Cuba o Santo Domingo) con la naturaleza; y cuyo desembarco en provincias de la Nueva Granada, en poder todavía de la corona borbona de Carlos IV, le trajo tanto alegría como desenfreno junto a Carlos de Montúfar, futuro caudillo bolivariano y especie de amor semiplatónico de Alexander.
De ahí el tono místico y celebratorio del libro que, muy distinto a otros estudios —como los que le sirvieron al propio Ospina para preparar este relato—, procura meterse en el asombro imperturbable de un hombre que podía describir con el mayor colorido y vivacidad las piedras; como en esta descripción incidental, casi automática, de su hallazgo de una dialage metalizada: “Esta roca está muy hendida, y es en su exterior pardo-azulada, cubierta de dendritas de manganesa, y en su interior es de verde de puerro y de espárrago, atravesada por pequeñas vetas de asbesto.”
¿Sería mejor considerar a Humboldt uno de los primeros poetas o creadores del romanticismo? Quizá eso podría enmarcarlo mejor junto a otros precursores de, por así llamarlo, cierto panteísmo preambientalista como Jakob Johann von Uexküll o, más atrás en el tiempo, Henry David Thoreau; por no mencionar su huella en la imaginación literaria moderna: Ospina recuerda cómo los relatos de Humboldt inspiraron, en una u otra medida, a creadores tan diversos como Julio Verne y sus 20,000 leguas de viaje submarino; Edgar Allan Poe y su poema lucreciano Eureka; o al mismísimo Arthur Rimbaud, cuyo poema “El barco ebrio” también tendría en su alegría aventurera al prusiano como antepasado; por no mencionar a pintores como Caspar David Friedrich o J. M. W. Turner.
Aunque Humboldt vivió hasta los 90 años, sólo pasó unos cuantos de ellos de viaje, los suficientes para estudiar y recopilar con minuciosidad volúmenes enteros de mediciones, hojas de diario, bitácoras y observaciones ocasionales que no se agotaron a lo largo de su vida y mantienen ocupados a cientos de investigadores más de dos siglos después. En otros libros se ha mostrado que leer a Humboldt es leerlo de manera específica, como en el caso de La invención de la naturaleza, de Andrea Wulf (Debate, 2015), que le da un lugar especial a su “temporada mexicana” (entre marzo de 1803 y 1804) y en la que identificó a la capital de la Nueva España como la ciudad más hermosa del mundo.
En el caso de Pondré mi oído..., Ospina se concentra en su paso por lo que después sería Venezuela, Ecuador y, cómo no, Colombia. No es sólo que para él sea necesario resaltar la “colombianidad” del caso, sino de reinventar por completo a Humboldt una vez más. A diferencia de muchos de sus precursores en esta tarea de reinvención, Ospina ha optado no por generar una nueva interpretación de la obra de Humboldt (sea como primer romántico o medioambientalista), sino que elige ponerse, aunque sea por unos instantes y por medio de los instrumentos de la literatura, en los ojos de Humboldt. Tal como en una escena de Pondré mi oído... (que podría haberse colocado al principio o en medio en este libro al que se puede entrar desde cualquier capítulo), en la que vemos una termita que trata de salir de un vaso de agua. Es en esa imagen, tan anodina como singular, en la que fue posible ver el corazón del cosmos como un “impulso anterior a toda prudencia y a toda experiencia”, ocurre el milagro: Humboldt y su espíritu vuelven a la vida.