Si fueras alumno mío, te diría que te olvidaras de gustar. Los gustos cambian con el tiempo; los personales ciertamente, pero también los del público. Puede que tu obra no sea celebrada de inmediato, pero si se queda alojada en los recuerdos de alguien tienes muchos números para que encuentre su público con el tiempo. (...) Mira las películas que tuvieron reseñas terribles en su estreno. (...) Encontraron su lugar en la memoria y el tiempo las ha convertido en clásicos. Así pues, no escribas para gustar. Escribe para que te recuerden.
Púm.
Wow.
Dios.
Pongo mi primera banderita sobre ese párrafo. Ya he avanzado algunas páginas y apenas me he acordado de ellas. Suele pasarme: olvido que las tengo; olvido que con aquellas delgadas tiras de plástico de colores y puntas pegajosas puedo marcar párrafos importantes –para mí– en los libros (y así no rayarlos[1]).
Olvido también que libros como Plantéate esto (Random House, 2022) son para eso: para que estuviera retacado de banderitas. Pero no lo está. Su lectura me ha absorbido al grado de la catatonia y la total desatención de mi entorno y mis actividades más básicas (aunque leo en el baño y en el transporte público). Aquél párrafo tendrá la primera de unas cuantas más que pondré en las páginas consecutivas.
De una vez confieso (y es que la escritura, a veces, es un ejercicio de confesión): tengo una fuerte debilidad por los libros de escritores sobre escritura –que es casi como decir: libros de escritores sobre escritores, sobre sí mismos, aunque no es así del todo–. Por aquellos libros donde se ofrecen algunas claves, anécdotas, tips, atajos; donde algún autor habla del oficio y de los pormenores que ha tenido que atravesar para conseguir –o no– el éxito literario (entelequia descrita de diversas maneras, según cada autor.)
Sobre Stephen King, por ejemplo –autor que escribió su propia versión de libro sobre escritura en Mientras escribo–, Palahniuk narra la vez que le contaron –entre otras varias y sabrosas anécdotas desperdigadas por todo el texto– que en alguna firma de sus libros (a las cuales asisten miles de fans-lectores) el autor de Carrie comenzó a sangrar de una mano por estar ahí sentado tanto tiempo firmando.
Y narra cómo, cuando King solicitó un hielo y un pañuelo que contuviera la sangre, la cual ya había manchado el libro de uno de los fans-desquiciados-lectores, otro de esos fans desquiciados lectores reclamó su propia mancha de sangre. Y así todos los demás.
Hasta que King tuvo que embarrarlos a todos.
Chuck le pregunta a quien le contó eso si aquella es la fama que todos ansiamos.
—No —digo yo—. No, por favor.
Al propio Chuck le jugaron una especie de “broma” (entrecomillado de todas todas), muy pesada, en una de sus presentaciones (a las cuales acuden cientos de asistentes). Una broma que llegó tan lejos que le hizo preguntarse si debía continuar o no con eso de escribir.
¿Para qué escribimos?, me pregunto entonces, mientras leo (y, sobre todo, mientras escribo).
Tom te diría que, si escribes “a fin de” lograr alguna otra cosa [más allá del simple hecho de escribir], entonces no deberías estar escribiendo. En otras palabras, si escribes para comprarte una mansión, o para ganarte el respeto de tu padre, o para convencer a … de que se case contigo, olvídalo. Hay formas más fáciles y rápidas de alcanzar tu verdadera meta.
Al Tom al que se refiere Chuck es Tom Spanbauer, quien fuera uno de sus maestros, probablemente el más importante, con quien tomó el taller de Escritura peligrosa en la cocina de su casa algunos años, poco antes de su éxito literario con El club de la pelea. No deja de mencionarlo cada que puede, ya sea por escrito o en alguna entrevista.
Aquél es un acto de agradecimiento que comparto. Quienes tuvimos la fortuna de encontrarnos al inicio de nuestro recorrido con algún mentor generoso, no dejamos de rendirle tributo (en mi caso a Eusebio Ruvalcaba, con quien tallereábamos en un café, y a Armando Vega Gil, con quien tallereábamos en su casa) a la menor provocación. (Aunque hay quienes no son muy agradecidos que digamos.)
Aprecio eso de Chuck. Porque él, para mí, ha sido un mentor, una de mis lecturas fundamentales, uno de los primeros autores con el que dije:
Púm.
Wow.
Dios.
Me quedé prendado de su estilo desde que me aproximé a su trabajo por primera vez, aquella en que leímos, en una clase de periodismo en la facultad, la novela Monstruos invisibles (hace años, a sugerencia de un colega que lamentablemente se ha distanciado de su buena pluma; a la profesora -conservadora, aunque decía que no- no le gustó y le pareció desagradable), la cual Chuck (quien también estudió periodismo) trabajó antes que El club de la pelea en el taller de Spanbauer. A su decir, la versión que se publicó cambió mucho respecto de la que trabajó con él.
Sencillo, directo y sin concesiones, Palahniuk significó para mí la cúspide de la transgresión a la que otro de mis maestros, David Magaña, nos invitaba a practicar al momento de escribir. Era, al igual que otros autores que se volvieron mis favoritos (como Vonnegut o Bukowski), un escritor incendiario, abocado a escribir concreto, conciso, macizo, sin florituras y surgido desde las mismísimas entrañas.
Un escritor simple. Sencillo.
Con un poético y devastador poder: el minimalismo, corriente que Spanbauer (alumno él mismo de Gordon Lish, el famoso editor de Raymond Carver) inculcó en sus alumnos (entre ellos Monica Drake) con la lectura de textos de Amy Hempel o Mark Richard.
Desde que decidí ser escritor (¿es posible decidir eso?; otro maestro, Enrique Calderón, me diría que no), hace poco más de una década, pensaba en cuánto me encantaría tomar un taller presencial con Chuck Palahniuk. Plantéate esto es lo más cerca que estaré de esa posibilidad. Me lo permite. Me da la oportunidad. Al leerlo, uno siente como si estuviera sentado junto a él (o al frente, o a un lado) departiendo una de sus implacables sesiones. Porque, además, como lo muestra en esta conversación, a él le gusta eso de enseñar.
Tom decía que el 99 por ciento de lo que hace cualquier taller literario es darle a la gente permiso para que escriba. Legitimar una actividad que la mayoría considera que no sirve para nada.
Hace un par de meses que empecé a impartir yo mismo un par de talleres de escritura: uno toma el nombre de una ponencia justamente de Mark Richard (Escribir como remedio) y otro un título que me saqué de la manga. El siguiente honrará la memoria de Spanbauer.
En ellos les he inculcado a los talleristas (iba a escribir “a mis alumnos”, pero más que su maestro soy su colega) la lectura de los libros de Chuck (Nana, Fantasmas, Rant, Invéntate algo). Les he leído fragmentos de este que nos ocupa.
Y les he dicho que Chuck (así le decimos quienes lo conocemos, como Frida y yo) ha sido mi maestro.
—Chuck, gracias por todo —le diría si fuera mi profesor, en vivo, si lo tuviera de frente–:. Gracias por aceptarme aquí, pero en especial gracias por atreverte a escribir como lo hiciste, como lo haces y como, esperamos, lo harás hasta que se termine esta desdicha. Me has sido inspirador, me has hecho pensar que, de algún modo, todo esto tiene algún sentido.
Y es que para ser el autor de un relato que en vivo ha desmayado a personas, se requiere de agallas. Por lo tanto se requiere de honestidad, primero con uno mismo, y que la opinión del otro importe poco. Que en la página uno deje la vida (o lo más próximo a eso).
Contrario a García Márquez, quien decía que escribía para que lo quisieran sus amigos (vaya complacencia), en su libro Plantéate esto Palahniuk sigue, casi al pie de la letra, el camino contrario, invitando a considerar las posibilidades que brinda la Escritura peligrosa de Spanbauer, que no es más que la escritura afilada, honesta y descarnada.
La que indaga en el tuétano, la que desmenuza la condición humana.
La que vale la pena.
—¿Qué es lo que más te duele? —preguntaba Spanbauer a los integrantes de su taller.
Y responder eso con franqueza, en efecto y por el contrario del Gabo, puede hacerte de algunos detractores (como aquellos que pusieron a prueba a Chuck en la anécdota que lo hizo dudar sobre su labor, para ver si era muy acá o no). O de algunos enemigos.
Tom lo admiraba por tener el valor de escribir aquellas cosas tan duras. Y de leerlas. Si fueras alumno mío, te diría que ese es tu trabajo. Citando a Joy Williams: “No se escribe para hacer amigos”.
Eso de “no se escribe para tener amigos” lo tomo, fundamentalmente, como el hecho de escribir sin temor a las críticas. Sin reservas. Que el primero en censurarse no sea uno mismo. Que los demás puedan decir lo que les dé la gana de lo escrito (pues al final uno no tiene el control de eso).
Que, simplemente, se escriba.
Que, como en el caso de Palahniuk, las personas se desmayen con lo escrito. Conseguir algo así es el ideal de cualquier autor: mover tres milímetros al lector de su lugar. Si este cae de bruces sobre su asiento, qué mejor.
Y, quizá lo más importante: no escribir para complacer a los demás.
En 1990, cuando empezaba, Chuck le envió una novela a un agente literario. Luego de varias llamadas telefónicas sin contestar, este finalmente le dijo:
—No trabajaré con tu novela. Hay algunas partes que me parecen muy desagradables.
—¿Cuáles son esas partes? —dijo Chuck—. Las reescribiré.
—Mira… en realidad toda la novela me parece desagradable.
Chuck dijo entonces:
—Reescribiré toda la novela.
En ese momento se percató de que estaba haciendo precisamente lo mismo que en cualquiera de los otros trabajos que había tenido: buscar hacer feliz al otro, enriquecer al otro y no a sí mismo. Cosa que en su escritura no se podía permitir. No podía escribir siempre para el gusto de todos (como tanto se pretende ahora). Tarea por demás imposible.
En una entrevista reciente –aún más que la publicación de este libro, cuya edición en inglés data de 2020 (desde entonces quise leerla)–, ese mismo autor confiesa que en un taller de escritura que compartía en casa de una de sus colegas ésta le reclamó que utilizara la palabra gordo en uno de sus relatos.
—¿Bromeas? —dijo Chuck, consternado.
—No, esa palabra no puede usarse aquí.
—Pero tú acabas de describir un desmembramiento en tu relato... con lujo de detalle.
—Sí, pero es diferente.
¡Desde luego que es diferente!
Chuck señala en una de esas charlas que si escribirás sobre violencia extrema, tienes que honrarla. No usar atajos. Tratarla con el cuidado del lenguaje, pensarla igual que como se piensan otras emociones humanas. No hacerlo superficialmente, no bidimensionalmente. Dejarse de tonterías, pues aquellos actos violentos específicos pueden hablar de la vida de alguien. La violencia no es simple, y por visiones así, dice, el mundo sigue siendo tan violento.
Por lo que este –perdón– jodido entorno actual, incapaz de leer entre líneas (solo en blanco y negro), considera más censurable el uso de una palabra (las palabras por sí solas no son reprobables; lo son por el uso que le dan los hablantes… o los escritores) que describe físicamente a algo o alguien, al uso de otras palabras que describen a medias una ejecución.
Hoy es más censurable lo que dijo o hizo un artista que el hecho de que se transmita una guerra en vivo por redes sociales.
Yo le digo gordo a un amigo muy querido. Él, a su vez, me dice a mí así.
Conozco a quien le dice gordo a su esposo, de cariño.
Y a quien se dice gordo a sí mismo, desde luego.
Sin molestarse, sin ofenderse.
El entrevistador le advierte a Chuck que, en efecto, YouTube censura esa palabra y, para que no le bajen el video, tendrá que silenciarla (espero que no sea el caso de esta reseña, pero sí lo es, ni modo).
Púm.
Wow.
Dios.
En la vida real, a los escritores se nos da fatal lidiar con la tensión. Evitamos los conflictos. Somos escritores porque nos gusta lidiar con las cosas a distancia.
Eso es cierto en algunos casos. A mí de pronto me ha gustado meterme en problemas (como puede apreciarse). Una vez un tipo, en una presentación de Eusebio, estuvo preguntando por mí toda la noche. Cuando logró aproximarse, luego de algunas amenazas, me golpeó en la cara como si me diera una caricia. Luego escribió un texto (él mismo es escritor) en donde ficcionalizaba aquel encuentro, pero en el que confesaba (escribir, a veces, es un acto de confesión): lo golpeé porque le tenía envidia. Todos a su alrededor parecían quererlo.
El tiempo se encargó de demostrarle cuánto se equivocaba. Y luego de dejar de saludarnos por meses, nos dimos un apretón de manos la siguiente ocasión.
[1] Antes los rayaba, con lápiz, pero ya no.