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No tan imposible
Roberto Abad comment 0 Comentarios

En una entrevista a Mariana Enríquez, el entrevistador se lanza con lo siguiente: “Cuando veo algo bien hecho, bien ejecutado en literatura, que es un lugar donde el azar se reduce a cero (…), es casi como un abismo. Me encanta leer y escribir, pero todo intento mío de haber puesto algo en un cuento o novela, me aparece inabarcable. Me parece una complejidad imposible”. Y remata: “para mí vos haces algo imposible”.

Con una sencillez ejemplar, Mariana responde: “Sí, bueno, muchas gracias, pero no es tan imposible…

No dejé de pensar en este diálogo mientras leía Cómo piensan los escritores (Blackie Books, 2022), de Richard Cohen. En algunos espacios, prevalece la idea de que la escritura está destinada a los tocados por la gracia o que proviene de un momento cúspide en el que una cosa ­–que suelen llamar inspiración– permite que fluya la tinta (o los caracteres en el Word). La pregunta a la que se suele llegar en casi todas estas conversaciones es si se puede aprender/enseñar a escribir, una pregunta esquemática que de tanto repetirse ya suena más bien pálida. Pero se sigue haciendo porque, supongo, mucha gente quiere saber.

Recientemente, en una charla en Casa de América, Samanta Schweblin responde: “Se puede y no se puede. Me molesta la idea del escritor como este ser genio que ya nace genio, que nada debe tocar, nada debe influenciarlo. ¿Por qué hacer esa diferencia con el resto de las artes? Un pianista se pasa años de su vida interpretando a otros, pero se ve mal que si te gusta Ray Bradbury intentes imitarlo una y otra vez. ¿Por qué? ¡Estás practicando! Me parece que en ese sentido sí se puede aprender. Hay trucos, hay experiencias, hay teorías, miles de teorías (…), hay maneras de aprender a leerte a vos mismo”.

Esta discusión es el telón de fondo del libro de Cohen; aunque no se cuestiona el por qué o para qué, sí desarrolla algunos tipos de cómo, con humor y una gran capacidad de ilación, al grado de que cada ensayo forma pequeñas constelaciones. Los ejemplos no sólo vienen de los libros, sino también de la vida de cada autor o autora, y a veces adquieren forma de consejo, postura o simplemente opinión.

En el capítulo “Visión y revisión (primera parte)”, al referirse a la corrección del texto, expone: “Flaubert, revisor fanático, proclamaba que un escritor en potencia debía leer quince mil libros para poder ponerse a escribir. ‘La prosa es como el cabello, mejora en cuanto más te lo peinas’. Edith Wharton le dijo con entusiasmo a una amiga: ‘estoy en plena masacre de adjetivos’. Y Virginia Woolf escribió: ‘reviso cada minuto de cada día’. Raymond Chandler nos da el siguiente consejo: ‘vomita en la máquina de escribir cada mañana, y a mediodía, límpialo’” (p. 238).

Este entretejido de nombres y citas delinea la silueta del libro. Están los tópicos más comunes: qué pasa con el inicio, el argumento y los finales de una historia; pero también se encuentran aquellas categorías menos frecuentadas, como el plagio o escribir sobre sexo. Cuando Cohen se aleja de las referencias, entonces emerge su lado didáctico, con el que practica a su vez el arte del aforismo: “El autor tiene que ser fiable al cien por cien, debe tener el control de la situación y ser consciente en todo momento de la diferencia entre verdad y mentira. Si el autor afloja las riendas, la página se desdibujará y llenará de confusión y, en consecuencia, también llenará de confusión la mente del lector” (p. 105).     

En el prólogo él mismo nos advierte: “La cuestión de si se puede o no enseñar a escribir no concluye aquí, ni mucho menos (…) Lo principal [al leer y escribir] es el viaje que hacemos por sus dificultades y sus logros”.

Los mejores momentos de estas páginas no tienen que ver mucho con escritura y, sin embargo, tienen todo que ver. Tolstói yendo a examinar el cuerpo de la amante de un vecino, una mujer que había conocido en vida, que se lanzó a las vías del tren y curiosamente llevaba el nombre de Anna. Kafka rogándoles a sus editores que la portada de La metamorfosis por ningún motivo llevara un insecto, pues “no debe representarse” (algo que a lo editores del presente no les ha importando mucho. ¡Perdón, Kafka!). Flaubert escribiendo a la luz de su candil entrada la noche, luz que servía de guía y orientación a los navegantes del río Sena. Quizá Cómo piensan los escritores es sólo un pretexto para saber un poco más de aquellas personas que encontraron en la palabra un hábitat. Quizás el lector de este libro sólo necesite saber que esas mentes tenían titubeos, obsesiones, excentricidades, y que esto enriqueció su oficio más que cualquier instructivo.

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