Porros, halcones y otras lacras

Ramón Córdoba

13 September 2018

Al final del volumen Agua quemada puedes encontrar uno de los mejores cuentos de todos los tiempos. Se titula “El hijo de Andrés Aparicio”, y hoy me resulta indispensable hablarte de él porque narra la historia, paradójica porque es al mismo tiempo de ascenso y caída, de un joven ávido de vida que va construyendo su camino hacia los bienes materiales que anhela... y hacia la abyección moral, aunque de ello ni cuenta se da nuestro protagonista. En suma: Bernabé, un muchacho del cinturón de miseria, es reclutado por las sempiternas fuerzas del mal y se convierte en porro con ambiciones de ir aún más hondo en los círculos del infierno. Y habrá de lograrlo, pero no te contaré cómo. Seas de donde seas nativo, sabes que esa palabra, “porro”, designa en México a un cigarro de mariguana, pero también a un golpeador a sueldo más o menos camuflado como estudiante de preparatoria-universidad. Poco hay que agregar: como supondrás, los porros sirven a turbios intereses específicos, al igual que todo grupo de choque.

En Agua quemada, Carlos Fuentes cuenta esta y otras historias entreveradas (cuarteto narrativo, las llama), que trazan un mapa... sociológico, digamos, del país que fue el nuestro y, lamentablemente, del que sigue siendo, como prueban los últimos sucesos (03-09-18) en la Universidad Nacional Autónoma de México. No creo que la literatura tenga obligación alguna, y menos la de postular ideologías y reflejar causas sociales, pero a veces lo hace con fortuna y leyendo esas obras comprendemos mejor a una sociedad. Y así, releyendo “El hijo de Andrés Aparicio”, me encuentro con este pasaje, donde están presentes el joven aprendiz de maleante, su instructor y el encumbrado político que es el patrón de ambos:

Sí señor como usted mande señor dijo Ureña y leyó con la voz temblorosa no pude amar en cada ser un árbol con su pequeño otoño a cuestas, tú entiendes algo Bernabé, no dijo Bernabé, sigue leyendo Ureñita, usted manda señor, y en las últimas casas humilladas, sin lámpara, sin fuego, sin pan, sin piedra, sin silencio, solo, rodé muriendo de mi propia muerte, síguele Ureñita, no desfallezcas, quiero que el chamaco entienda qué chingaos es eso de la cultura, piedra en la piedra, el hombre, dónde estuvo, aire en el aire, el hombre, dónde estuvo?, tiempo en el tiempo, Ureña tosió, pidió mil perdones, fuiste también el pedacito roto de hombre inconcluso, párale Ureñita, ¿entendiste algo chavo? Bernabé negó con la cabeza. El Jefe le ordenó a Ureña que pusiera el libro en un cenicerote de vidrio soplado de Tlaquepaque similar a los anteojos del licenciado, allí mero, y le prendiera fuego con un cerillo pero ya, a paso redoblado Ureñita dijo con una risa seca y seria el licenciado Carreón y mientras las páginas ardían a mí no me hizo falta leer nada de eso para llegar a donde estoy, quién quita y me hubiera sobrado, Ureñita, ¿por qué le iba a hacer falta a este escuincle? Dijo que tuvo razón en morderlo y si usted me pregunta para qué tengo esta biblioteca aquí le diré que es para recordar a cada rato que quedan muchos libros por quemar todavía. Mira chamaco le dijo a Bernabé mirándolo con todo el fulgor de que era capaz detrás de sus ocho capas de vidrio congelado, cualquier pendejo puede atravesar la cabeza más inteligente del mundo con un balazo, no te olvides de eso.

La escena que leíste transcurre en 1971. Lo que Ureñita lee son versos de un poema de Pablo Neruda, titulado “Alturas de Machu Picchu”. La quema de libros es un tópico literario con varios referentes históricos; los grupos de choque, también. Los hechos narrados suceden en una fecha que hoy nos resulta quizás remota y tal vez inimaginable, pero es evidente (y triste) que podría cambiarse por la de hoy y nadie notaría la diferencia.