Me llamo Gabriel Rodríguez Liceaga y no sé manejar. Jamás aprendí. Mi padre coleccionaba carcachas, las compraba destartaladas, les invertía un dineral y las vendía como piezas de museo. Llegó a tener hasta 6 autos antiguos. Hermosos lanchones hirviendo bajo el rayo del sol. Y sin embargo nunca me enseñó a manejar, nunca me hizo parte de su pasión y lo peor: yo culpo directamente a sus autos de varias crisis económicas familiares que tuvimos que sobrellevar. No había dinero para las colegiaturas pero él se aparecía feliz con un vocho alemán cuyas direccionales eran dos banderolas. Bueno. Me doy cuenta abiertamente de que siempre he emparentado el mundo de los automóviles a un trauma juvenil. No sé manejar, no sé encender un auto, no sé meter tercera ni estacionarme o cambiar una llanta. Encima de un coche no soy un hombre apto, me vuelvo el niño asustado que viene viendo los ojos de su padre en el retrovisor. Por eso, cuando en una novela como El Corredor me encuentro con un párrafo como este:
El piloto gestiona su palanca de cambios llevando las revoluciones por minuto a la zona roja indicada en el tacómetro…
…no me queda sino poner mi cara de what?
Cigüeñales, motores, gasolina, cilindros, derrapes, llantas, motor, aceite, pedal... ¡esta novela me está hablando en chino! El Corredor o Las almas que lleva el diablo (Literatura Random House, 2022) de Alejandro Vázquez Ortiz más que una novela es un trance automovilístico. Es cruzar varios umbrales de velocidad. No hay capítulo en el que no se pormenorice la vida interior de un coche, la serie de mecanismos que aunados generan frenética diligencia. Yo pensé que este detalle activaría mis traumas y repeluses antes citados. Pensé que sería una novela cuya lectura padecería yo, es importante recalcarlo, desde mi ignorancia. Fue padrísimo darme cuenta de que estaba equivocado. Porque si bien la historia es acerca de una carrera de velocidad en la que el monto que se llevará el ganador crece cada que un competidor muere, el sustento humano de esta novela es realmente intrigante. Cada una de las partes del libro opera con la misma efectividad con que una máquina enciende su motor. Todos los capítulos se vivifican cuando les metemos la llave. Y va a ser un viaje espeso. Me encantó cómo definió esta novela el colega Carlos René Padilla: “El Corredor se lee como se recuerda un accidente: reconstruyendo poco a poco la memoria, quitando esos pedazos de vidrio incrustados en nuestro cuerpo, viendo los huesos expuestos, nuestros o de quienes nos acompañan”. Es verdad. La estructura de esta novela es la de un parabrisas roto. Vamos leyendo fragmentos que ocurren a toda velocidad y que poco a poco van develando una trama sombría e intensísima. Hay un paisaje total pero fragmentado y los lectores tenemos que reconstruirlo aunque nos abre y sangra las manos. Todos los personajes de alguna manera chocarán entre sí. Me hace pensar en las canicas de las que habla Agustín Yáñez empezando Al filo del agua. Es decir: poner un montón de voluntades humanas a jugar, rozarse e impulsarse entre sí. El corredor es un libro frenético pero calmo en sus intenciones, es una brutal lección de cómo irle soltando la trama al lector. Todo el tiempo estamos viendo las cosas ocurrir dentro de un espejo inquieto y despostillado, los objetos están más cerca de lo que aparentan. Traiciones, lutos, honor, enfermedades incurables, la posibilidad del amor, una ciudad podrida y llena de chimeneas, maldad pura, crimen, violencia, desesperación, fetichismo, sangre y dolor. Alguien que no supera un accidente y alguien a quien lo excita. Las pasiones humanas chocan aun más fuerte de los vehículos. Es un emocionante spoiler el subtítulo del libro: a todas estás almas se las llevará el diablo.
Celebro la lectura de este libro, yo que jamás había estado arriba de una pickup ni girado en friega las llantas de un coche o frenado a tiempo para salvarle la vida a un ser querido, puedo decir que la prosa sin prisa -mas velocísima- de Alejandro Vázquez Ortíz me hizo sentir arriba de todos los coches que en su libro compiten por llegar a la meta. Decir que esta novela me ayudó a paliar mis miedos de infancia sería cursi e inerme, sin embargo es verdad que hubo descripciones que me hicieron sentir cabalmente lo que era estar aterrado en el asiento de atrás siendo un escuincle.
Hay un delirio bíblico escondido en las páginas de esta novela frenética: la propuesta de un mundo y una civilización compuesta por innumerables autos accidentados y hechos muégano. En medio de este apocalipsis oxidado avanza El Corredor, una especie de Guardián entre el Centeno que, proféticamente, nos llevará de un lugar a otro con diligencia pero hecho la chingada.
Por último, felicito enormemente a Eloisa Nava y a Literatura Random House porque en un entorno editorial en el que prepondera una especie de nueva novela rosa publicaron la historia de un montón de sujetos horribles y sus autos chocones.