
Allá en tiempos remotos, cuando aún se amarraba a los perros con longaniza, fui un ignorante e ingenuo estudiante de Letras que quizá por lo mismo no tardó en desarrollar gusto-fijación-idolatría por obras de complejidad que entonces me pareció extrema. Mientras menos comprensible, más disfrutable; mientras más insólito, mejor; mientras más innovador en materia de lenguaje, técnica y estructura, mayormente respetable; mientras más ignoto y menos leído por
las masas, más nirvánico, y así. “¿Literatura nacional? Eso murió junto con Sor Juana”: insensateces como esta me gustaba declarar. Recuerdo ahora, con una sonrisa, cómo solía pasear por los pasillos de la UAM, poniendo cara de Cristo resucitado y con una de esas obras bajo el brazo, pero colocada de modo que mostrara ostensiblemente su título.
Eeeeeen fin: mucho tiempo después, frente al pelotón de fusilamiento que constituyen los hipotéticos lectores de estas líneas, soy de nuevo el mero lector bienintencionado que fui entre mis nueve y mis diecinueve años, y me declaro sin reservas ferviente partidario delgalano arte de contar historias, tal como lo practicaron mis venerados Verne, Altamirano, Salgari, Poe, Quiroga, Dickens. Gracias a ellos por meterme en la piel de sus personajes, y por hacerme llorar, reír, angustiarme, amar… Y por hacer que la lectura fuera primero gusto, luego afición, vicio, profesión, y luego, simplemente, vida.
Llegado a este punto, con poco espacio disponible, abordo por fin el tema que me trajo aquí: intentar una reseña de
La Isla de la Pasión, mi novela favorita de Laura Restrepo, y me pregunto por qué divagué tanto y sobre todo por qué no regreso ahora a corregir este… texto. Mi inconsciencia, o tal vez mi buena fe, me hacen decidir que lo dejaré así, pues en medio de tanta digresión algo habrá quedado, y porque para lograr mi propósito se requieren solamente tres datos: uno, que la historia narrada ocurre en Clipperton, isla perdida en el Pacífico o más bien mero atolón coralino que hasta 1930 fue mexicano y es ahora francés; dos, que la novela es emocionante desde el inicio, pero en particular cuando deja a hombres, mujeres y niños abandonados a su suerte en ese atolón en medio de la nada, y entre ellos destaca el gobernador Ramón Arnaud, en cuya memoria se erigió un monumento en Orizaba; tres, que la he leído y releído, primero asumiéndola como pura invención y luego, con mayor conocimiento de causa, como una sabia mezcla de ficción y realidad, y en ambas lecturas, metido en la piel de los personajes y ante una atroz decisión de Arnaud, le grité, ambas veces con igual furia e idénticos resultados: “¡No, estúpido, no lo hagas! ¡No!” Y Arnaud, el muy necio, no me hizo caso. Joder.
Por Ramón Córdoba
Hablamos de☞ La isla de la pasión, Laura Restrepo, Alfaguara, 2014.