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Una hélice sobre los cañaverales
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Niños que juegan a la orilla de un arroyo rodeado de sembradíos y encuentran un cadáver; el grafiti ultraterreno de un diablo negro y su promesa de enemistad; un sapo dentro de un frasco lleno de formol, hallado en el patio trasero de una casa como augurio de magia negra; travestis y chotos arrimados en orgías espontáneas a las orillas de la ciudad: postales de un pueblo imaginario en el México de este milenio, la Matosa, zona de cañas, zafra y campos petroleros recién descubiertos.

Ese es el escenario de Temporada de huracanes de Fernanda Melchor, cuyo argumento gira alrededor del asesinato de La Bruja, personaje local conocido por sus remedios mágicos, sus consultas esotéricas y, especialmente, por las fiestas que tomaban lugar en su casa en obra negra, verdaderos aquelarres prolíficos en drogas, sexo y música de banda.

Sobre el eje de La Bruja, Melchor engarza los relatos de los habitantes de La Matosa y de quienes conocieron a su célebre hechicera, a través de párrafos del tamaño de un capítulo entero. Así conocemos los orígenes de La Bruja; los empeños de La Lagarta por encaminar a su primo el Luisimi fuera del camino de vaguería y drogas en el que se ha metido con las pandillas de este pueblo rascuache; la crónica de Norma, la niña embarazada que llega a buscar refugio a La Matosa; la historia de El Munra, un cojo que vive gracias a su mujer, una prostituta venida a madrota; la historia del Brando, adolescente abrumado por su madre católica y la pornografía. Historias complementarias pero independientes, cada una con su estatus de novela dentro de la novela.

Además del asunto del asesinato, el hilo conductor que engarza las historias es un mismo lenguaje de raigambre oral, de chismerío y habladurías que recorre Temporada de huracanes como una tormenta. Los personajes no se ven nunca al completo sino fragmentariamente. El narrador en tercera persona, por mucho que los párrafos sean largos, interminables y aunque vea todo desde lejos, nunca lo sabe todo, la incertidumbre se desliza sobre la voz de quien cuenta como en los desgraciados personajes.

Aunque sería obvio decir que La Matosa se ubica en Veracruz porque Fernanda Melchor nació allí, La Matosa podría estar tanto en Poza Rica o en Tlacotalpan como en Acapulco o en Mazatlán, lugares donde el mar y el campo ya no deparan paraísos pero sí los carnavales del horror. Un infierno habitado por mujeres y hombres, pero propulsado sobre todo por los segundos: por su misoginia, su codicia y una sexualidad que no tiene freno como la propia violencia. En esta novela los penes de los personajes penetran casi siempre a otros hombres, travestis, niños, licenciados e ingenieros petroquímicos, sardos o compadres que seguirán siendo homofóbicos aunque violen entre risas a sus propios amigos.

Y en el núcleo de la barbarie siempre La Bruja, mantenida quién sabe cómo y dueña de sus propias misas negras donde se berrean canciones de Luis Miguel, Dulce y Espinosa Paz. Será su asesinato el único, por cierto, que logre conmover a una comunidad donde asesinan a enfermeras y niñas migrantes, donde se hallan cabezas sin cuerpo, en la que hay un loco que mató a su madre porque se “le metió el diablo”, en el que los infantes están a merced de los violadores tanto como las mujeres.

No hay manera de resumir aquí la voluntad de lenguaje de Fernanda Melchor, quien además de invocar un coro de voces modula en numerosos espectros de la lengua, pues en Temporada de huracanes hay de todo: el dialecto costeño en toda su riqueza de groserías, proverbios y metáforas, monólogos interiores desbocados, el abogadoñol (el término es de Guillermo Sheridan) de una declaración ante el ministerio público, chismes que adquieren la tonalidad de las leyendas, y hasta un cuento de hadas, falsa Märchen escrita por unos hermanos Grimm crepusculares.

Fernanda Melchor muestra en esta novela terrible, por extraordinaria y desmesurada, esa vida del hombre del que surge el sexo y la violencia, únicos dioses presentes en La Matosa, entrelazados en una misma hélice de sangre y semen. Precisamente esa es la sensación que produce esta historia mexicana, la de presenciar una espiral violenta, como los huracanes que se ciernen sobre los cañaverales.

Temporada de huracanes de Fernanda Melchor (Literatura Random House).

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