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Frankenstein, un tratado del alma
Alejandro Carrillo comment 0 Comentarios

Ya había leído este libro en la adolescencia. Creo que no entendí nada, porque en esta nueva lectura, a mis 38 años, me cimbró: Trasciende el estrecho ámbito sobre la hibris y el debate ético al que se le ha confinado: ¡Es un tratado del alma!

Mary Shelley concibió al monstruo en la única matriz en dónde pudo haber sido concebido: en los sueños. Después de la famosa noche en la que con su esposo y otros cuantos románticos se pusieron el reto de crear una historia de terror, Mary se fue a dormir, y fue ahí, en el alambique alquímico del inconsciente, donde la criatura fue vislumbrada.

«Vi, con los ojos cerrados, pero con una nítida imagen mental, al pálido estudiante de artes impías, de rodillas junto al objeto que había armado. Vi al horrible fantasma de un hombre extendido y que luego, tras la obra de algún motor poderoso, éste cobraba vida, y se ponía de pie con un movimiento tenso y poco natural. Debía ser terrible; dado que sería inmensamente espantoso el efecto de cualquier esfuerzo humano para simular el extraordinario mecanismo del Creador del mundo»

Después, Mary Shelly, una chica de entonces de 21 años, dejó germinar la semilla que el mundo de los símbolos le había regalado. En el papel la criatura nació en las manos de Víctor Frankenstein, un científico obsesionado que pecó, dicen las lecturas que siempre se le dan a esta obra, de hibris, de aquel concepto griego que se usa para cuando los simples humanos quieren transgredir el límite que los Dioses les han impuesto.

Pero el pecado de Víctor no fue la soberbia, no fue, como en tantos otros mitos, haber robado el fuego, o a haber querido volar hasta casi tocar el sol. Su pecado más grande fue tener el poder divino y después haberse espantado por su moralidad burguesa, en vez de haberlo usado para transformarse.

Víctor vio al Dios, pero se aterró y creyó que eso no era el Dios, y regresó a la idea del Dios viejo, del dios construido por la mente del hombre que corresponde más a una necesidad terrenal, mental… de tener a un padre bueno que, a la realidad de los verdaderos Dioses, que pueden ser todo, pero sobre todo son: terroríficos. ¿Cómo podría sino el alma transformarse? Imaginen cómo se desarrollaría la historia si Víctor hubiera mirado su criatura en ese mismo instante y sentido que era buena. O al menos, que era suya.

Víctor se busca a sí mismo en los ojos de la criatura, pero ve a otro y ahí empieza la tragedia. Ahí se convierte en el arquetipo del ciego. Del héroe roto que se aferra a la mente y no puede verse a sí mismo. Por más que la muerte, la sombra, el monstruo, intentan abrirle los ojos una y otra vez, sigue viendo lo que quiere ver. Es increíble y exasperante que a pesar de todo no logre verse, comprender al otro y a sí mismo. Para él, el mal es una causa exterior; para él el mal está en el otro, y sólo exterminando al otro se redimirá.

La criatura es la parte monstruosa del alma no reconocida, la criatura, en términos junguianos, es la sombra, lo ínfimo, lo deforme que la imagen que tenemos de nosotros mismo, la parte de la psique que creemos ser, rechaza, asqueada, segura de que su pureza nada tiene que ver con ella.

El monstruo (el inconsciente), aunque negado, es infinitamente más poderoso que el consciente, ¡he ahí el gran Pero! quiere pertenecer a la casa, al alma, al ser; quiere ser integrado. Quiere que su papá, como todos los hijos queremos, lo vea y lo reconozca.

Pero el papá lo niega una y otra vez, y por ello está sometido a él, y a la destrucción de ambos. Sólo juntos podrían sobrevivir. Pero Víctor, el necio por excelencia, dice: «El monstruo que yo había creado para mi propia destrucción». Entonces la criatura no es más que el pretexto que Víctor necesitó para aniquilarse.

Como no le gusta lo que ve de sí mismo, lo necesita extinguir. Quiere vengarse de su sombra, de su hijo, de él mismo. Solo matando a la sombra, eso cree, encontrará paz, pero sólo acabará matándose.

A la otra parte del alma le duele, padece no ser reconocida y tener que aterrorizar y matar, pero está condenada a eso porque esa es su naturaleza, hasta ese horror tenía que llevar a su papá para intentar salvarlo. Sin embargo, el espíritu de la profundidad, el inconsciente, el monstruo, no quiere matarlo; cuando siente que va a morir de desesperanza en la persecución, le deja pistas, cuando el perseguidor está muerto de hambre, le deja comida. Claro, no quiere que muera porque es él mismo, porque es su hijo y su guía, aunque el padre esté ciego.

Finalmente, la criatura, el espíritu, llega a abrazar al cadáver de Frankenstein; lo llevó demasiado lejos y Víctor no pudo. Ese espíritu, mitad del alma o sombra se enfrenta también a su propia muerte. Al papa que lo creó y que nunca lo reconoció. El problema entonces no es que Víctor hubiera volado tan tanto, sino que una vez que voló y adquirió conocimiento, se espantó. Abrió la compuerta de la oscuridad que lo transformaría y se echó para atrás.

Ojalá tengamos, nosotros lectores, el valor de cometer el “pecado de la hibris”, ojalá, como Víctor al principio, queramos ser más, ver más, acercarnos a Dios. Pero ojalá, al verlo, no nos horroricemos y queramos destruirlo. Si así fuera, podremos leer Frankenstein para conocer nuestro final. 

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