—Hablaste de enseñar la física del amor. De entender el amor como una fuerza básica del universo…
En la actualidad, Dan Simmons enfoca su tinta en el género del horror, pero la tetralogía de ciencia ficción, Los Cantos de Hyperion, es su obra más reconocida. Tanto que sus huellas se dejan ver en muchas obras posteriores.
Descubrí tales improntas en una de mis películas favoritas de toda la vida: Interstellar (Nolan, 2014). Más allá de que tuviera un soporte científico rayando en lo neurótico, una banda sonora sobrecogedora y una fotografía maravillosa, en el fondo hay una historia profundamente humana. El amor de un padre hacia su hija, el amor entre dos personas o el amor hacia la humanidad amenazada. Todos elementos compartidos con el conjunto de Hyperion.
Entonces leo la línea con la que abro esta reseña. En su momento la idea del amor como el motor de la aventura interestelar me pareció, si no original, bastante poética y afín a las historias que Nolan suele contar, pero leyendo Endymion me doy cuenta de que esa idea ha rolado por el universo de la ciencia ficción desde hace tiempo. No pude evitar imaginarme a Christopher Nolan con su copia de El ascenso de Endymion en una mano y el cono para gritar “acción” en la otra, si me perdonan el anacronismo.
En El ascenso de Endymion seguimos la aventura de Raul Endymion y Aenea, una chica cuyo regreso a través de las Puertas del Tiempo había sido predicho por el poeta Martin Silenus. Al ser hija de una humana, Brawne Lamia, y un cíbrido (ser orgánico conectado a una inteligencia artificial), Aenea tiene el poder de destruir al TecnoNúcleo. Sobra decir que las Inteligencias Artificiales, IA´s, en conjunción con la renovada Iglesia, harán lo que haga falta para evitarlo. Incluso matarla.
El periplo comienza cuatro años después de que los protagonistas escaparan de las fuerzas del TecnoNúcleo. Al final de sus viajes a través de la red de teleyectores, que se activaban sólo para Aenea, llegaron a la Tierra. Sí, la Tierra. Ese punto azul pálido que en tiempos de la Hegemonía no era más que un mito. No se cuestionaba la existencia de la Tierra, pero todos sabían que había sido destruida por alguna fuerza misteriosa. Resultó que no era así. Nuestro planeta simplemente había sido desplazado a una galaxia distante para ser protegido. En esa “Vieja Tierra”, como los protagonistas la llaman, Aenea se encuentra con el cíbrido del arquitecto Frank Lloyd Wright, arquitecto estadounidense que vivió entre 1867 y 1959, quien sentaría las bases de la llamada arquitectura orgánica. La joven estaba convencida de que él la enseñaría a construir, de manera simbólica y literal, su destino.
Pero los momentos de tranquilidad no pueden durar para siempre. Aenea no puede permitir que la Iglesia y el TecnoNúcleo se sigan expandiendo. Aunque al final de los dos primeros libros, el TecnoNúcleo había sido dinamitado al destruir la red de teleyectores, sus cimientos no habían sido destruidos. Los escaneos necesarios para la teleyección, que de forma subrepticia alimentaban el banco de datos de las IA´s, ya no estaban disponibles.
Recurrieron a un parásito llamado “cruciforme” para obtener los mismos resultados. Aún así necesitaban los medios físicos para facilitar su expansión y ahí entraba el papel de la Iglesia. Al final de los dos primeros libros nos encontramos con una cristiandad disminuida, al punto de la extinción. El Núcleo se presenta con esta nueva posibilidad, la de una evangelización galáctica, y es ahí donde tiene su resurgimiento. Tener el cruciforme acarrea muchas ventajas. Sobre todo la inmortalidad. Así es, el cuerpo muere, pero gracias al parásito puede resucitar después de tres días, una y otra vez en ciclos de muerte y resurrección que se pueden extender por siglos. La vida eterna bien vale la libertad y el libre albedrío, ¿no?
En El ascenso de Endymion volvemos a ver a uno de mis personajes favoritos, el padre capitán Federico de Soya. Recordemos que él había sido enviado por Pax a dar caza a la joven Aenea y sus amigos, sin embargo tuvo conflictos al conducir tan letal cacería sobre una niña de once o doce años. Tras rebelarse contra las órdenes, sus jefes lo mandaron al ostracismo por cuatro años. No estaba del todo incómodo pues oficiaba como cura de parroquia en su mundo natal, pero Aenea estaba de vuelta y el TecnoNúcleo y Pax necesitaban de nuevo su experiencia. Si me preguntan, creo que este personaje es el más completo de la novela. Su conflicto ideológico es casi palpable y su arco de personaje está muy bien dibujado.
Claro que no hay conflicto sin villanos. Si no bastan una entidad omnisciente, que al instante puede afectar a un billón de personas en cualquier lugar del universo, o un sistema con los medios para movilizar flotas enteras en busca de una persona, Nemes va tras el rastro de nuestros héroes. La fría e imperturbable asesina IA falló en su primer intento de captura, por eso el TecnoNúcleo la refuerza con tres máquinas asesinas más, idénticas como si fueran gemelos e igual de implacables. Me recuerdan un poco al T-1000 de Terminator 2.
Los frentes en los que se pelea se multiplican. No sólo tenemos, por un lado, a la joven mesías y a Raul Endymion y, por el otro, al Núcleo con la Iglesia. Los éxters son una rama de la evolución humana que tampoco aceptó el cruciforme, convirtiéndose así en enemigos del sistema. Para expandir su población entre las estrellas han modificado sus cuerpos de mil maneras distintas, en una florida expresión de libertad. Semejante sacrilegio, cómo no, debería ser aplastado.
De buenas a primeras la saga de Hyperion puede parecer una historia de persecuciones y guerra en el espacio, pero Dan Simmons expande los límites del género. En el marco de una historia de viajes a velocidades cercanas a la de la luz, rayos láser que fulminan cualquier vehículo en cientos de kilómetros, encontramos un sustrato poético y filosófico, una discusión sobre la imagen del mundo que nos ofrecen diversas ideologías. Uno de los mensajes más importantes, a mi parecer, es el de aprender a convivir con nuestro desarrollo tecnológico, aceptarlo como parte de la condición humana sin dejar de lado el respeto a la naturaleza, claro está, y a nuestros semejantes, que no dejan de serlo, por mucho espacio aterrador e infinito que haya entre nosotros.