A la caza de la mujer / Mondadori, 2011
Ella era fuego. No tenía que seguir con aquel hombre que hacía de su vida algo rutinario y sin emociones, le decía Él. Ella era brutalmente inteligente y simpática, además de hermosa, le insistía; es probable que haya mencionado sus ojos grises y esa sonrisa, no sé, no sé cómo se debe calificar a una sonrisa como la de Ella. Probablemente él sí lo hizo, el autor de este libro cuyo título en español es –por desgracia–
A la caza de la mujer.
(¿Por qué no fue, como en inglés –
The Hilliker’s curse–,
La Maldición Hilliker? Jamás lo sabré.)
Pero lo admito: el título viene bien a cuento: he aquí la interminable búsqueda de un hombre por una mujer.
Y aunque tardé mucho en escribir este breve texto, Ella y yo no pudimos platicar a fondo de la vez que conoció a James Ellroy hace un par de años, me parece, durante unos cuantos días, con motivo de una feria de libro. Me habría encantado pedirle a Ella que fuera mi intérprete para charlar con ese hombre, bajo el riesgo de que Él me discriminara por mi apariencia rocanrolera. Por aquel tiempo, sin embargo, se le realizó una
entrevista por televisión cuya duración fue menor a los dos minutos; y
otra, para internet, mucho más amable (alguien podría decir que por la edición, y podría ser) de seis minutos. Para este texto leí también
ésta y
esta otra entrevista, ambas para medios escritos, aunque de distintos momentos, pero recientes.
Todas revelan que Ellroy es ante todo un hombre, no un intelectual al que se le pueda preguntar qué clase de preguntas quiere que se le hagan.
Pero ninguna aporta algo a lo que quiero decir sobre este libro, ni de lo que pude decir de haber conocido a fondo esa breve historia entre Ella y Él.
Qué importa; más allá de todo lo que se ha dicho sobre Ellroy,
A la caza de la mujer es, para mí:
―Me siento identificado con él ―le dije a Ella.
―No sabes lo que dices, nadie está más desquiciado.
Y seguramente así es, pero es que Ella no me conoce (y no tendría por qué), pero mucho de aquello que narra Ellroy en este ensayo autobiográfico me es familiar. Me trastocó de tal modo que varias veces, antes de llegar al empleo, no quise bajarme del camión para continuar su lectura. Especialmente por la profunda devoción que tiene hacia las mujeres; más de la que tiene por él mismo o por Dios, o por Beethoven. Especialmente la forma en que las respeta, en que se les entrega; en que se desvive y destruye (destruyéndolas) por su amor, en la manera en que desea poseerlas y darles todo lo que es. En la manera en que quiere que lo rescaten, quizá de sí mismo, que lo levanten del suelo en el que se derrumba a menudo. Todo sin caer en los dramas fáciles: este es amor de carne y hueso, crudo y cruel, bello y pasional, que algunos queremos vivir todos los días para sentirnos vivos.
Por eso escribo que así como Él me he sentido yo; lo sentí tan cerca de mi corazón, a veces ennegrecido como el de Él; iluminado y bendito muchas otras, cuando la mujer le brinda un poco de sí misma y comparte con Él un momento en la oscuridad.
Luego viene esa pasión que le profesa a la palabra escrita. No es necesario que Ellroy enuncie e intelectualice (y por eso estoy aún más identificado) los libros que le marcaron, las lecturas que hizo:
su literatura está viva porque él vivió en carne propia mucho de lo que narra; hasta ahora Él ha preferido vivir sobre cualquier otra cosa (sobre leer, incluso, según ha dicho),
para poder escribir. Eso, a mis ojos, lo vuelve en un escritor de verdad (más allá de sus posiciones políticas y manera de vestir o actuar, que tampoco me incomodan), un escritor vivo que vive para eso, para escribir.
Y es así que triunfa: es leído; salió de aquella juventud que cualquiera podría mirar abyecta, pero que tampoco lo es. Ahora, dice, no le importa el dinero (no del todo), eso es algo secundario a lo que para él es escribir; le importan, como en aquellos días, las mujeres en su totalidad deslumbrante, y aún frente a la adversidad del acné, de la pobreza, de las drogas, del vandalismo, de la muerte de su madre durante aquella etapa, para Ellroy eso sólo significó una oportunidad.
Samuel Segura