La serpiente ha sido uno de los animales simbólicos más poderosos y complejos de todas las culturas. Considerada tanto deidad poderosa como elemento representativo de la maldad, es una alegoría terrorífica ligada —debido en parte a su naturaleza biológica— a términos como peligro, agresividad, perversión, muerte o veneno; a lo sobrenatural.
El ofidio no sólo es el símbolo representativo de El verano de la serpiente (Alfaguara, 2022), la novela más reciente de Cecilia Eudave —escritora e investigadora jalisciense—, sino que encarna metafóricamente la narración entera y el campo semántico total del que se desprenden características atmosféricas, así como psicológicas y físicas de los personajes. Ésta es la segunda obra de una trilogía de novelas breves que Eudave comenzó con Bestiaria vida (Premio de Novela Juan García Ponce, reeditada por Eolas Ediciones en 2018) y cuyo núcleo, desde distintos tratamientos, es la familia —célula que nos configura o desfigura.
La narración, estructurada en IX capítulos, nos instaura en el verano insólito de 1977, cuando nevó por primera vez en Miami. Maricarmen, la entonces joven protagonista, nos ofrece un listado de otros sucesos históricos —como la captura del asesino serial apodado “El hijo de Sam” o la primera marcha de las Madres de la Plaza de Mayo frente a la Casa Rosada— para llevarnos a un pasado caótico y bárbaro que no ha hecho más que arrastrar, en un movimiento serpentino, sus efectos hasta la actualidad.
Es en este mismo capítulo donde lo inusual[1] se presenta en forma de muchacha serpiente, una chica condenada a ser mitad culebra por rebelde, que es exhibida como fenómeno en la feria de San Antonio y a quien todos observaban porque “siempre ha podido más el morbo que el terror”. De ella, Maricarmen recibe, más que un presagio, un desafío.
Precisamente esta atracción obsesiva hacia lo prohibido o la crueldad es la razón de ser de la mayoría de los personajes, en mayor o menor grado: es la chispa que hace andar la maquinaria del reptil. En adelante, mediante una narración polifónica con diversas perspectivas, conocemos poco a poco el entramado de historias que, en conjunto, forman el cosmos de la calle Francia, en la colonia Moderna del Jalisco de aquella época, que incluso contaba con su propia residencia gótica habitada por una fantasma.
Conforme avanza la trama, descubrimos distintas características que van moldeando a los personajes hasta culminar en seres, casi, de carne y hueso: tenemos a Ana, la ingenua hermana menor de Maricarmen; Esteban, su padre, hombre-sombra que cobra total protagonismo en el capítulo V —el más poético, simbólico y demoledor del conjunto—, Sonia, su madre, mujer dedicada a una profesión encauzada a lo más terrible de la sociedad y quien termina por descubrir que lo aterrador no sucede únicamente fuera de los muros silenciosos de los hogares; la fantasma, presencia-augurio que vincula al grupo; Monika, niña que tiene por mascota una boa; la propia boa, animal inmenso —devenido en juguete— cuya posible amenaza radica en su fuerza; el hombre regordete con cara de niño que tortura a su siempre dócil perro; el Capi, barrendero y cuidador, junto con Lobo, de todos ellos, y testigo mudo de distintas desgracias. Podemos comprenderlos porque cada uno tiene oportunidad de hablar y reflexionar, y cuando no, es el narrador en tercera persona quien nos acerca a sus digresiones y acciones, mismas que nos muestran tanto como sus voces.
Así, familias nucleares y vecinos conforman una red de víctimas, victimarios y cómplices en distintos niveles que exponen atrocidades que van desde el abandono y el acoso hasta la agresión sexual. Múltiples contrastes están presentes entre los mismos miembros de las familias, los personajes secundarios y la arquitectura de los distintos espacios.
El eje temático principal es la crueldad, mas casi al mismo nivel está la pérdida vinculada con la muerte; los temas secundarios giran en torno al cuestionamiento de la identidad, el tiempo, la memoria, la pérdida abrupta de la inocencia, la concepción del individuo a través de la mirada del otro; el azar, que, en ocasiones, “nos arroja a la deriva para ser testigos de la vida de los otros”, y la forma en la que no sólo habitamos los espacios, sino también los objetos con los que generamos vínculos íntimos y en los cuales permanece nuestra esencia.
El capítulo VIII, final apoteósico de una obra a la vez intertextual (en específico con la obra de Agustín Yáñez) y metatextual, al que llegamos siguiendo múltiples indicios insertos a lo largo de la narración, nos confronta con lo abyecto. Por fortuna, el último capítulo, anticlimático, relaja la tensión y nos coloca en un 2017 no exento de la ferocidad humana experimentada durante siglos. A cuarenta años de distancia del primer capítulo, las piezas terminan de embonar recordándonos que, desde siempre, “seguimos siendo muchos y muy violentos”. Esta obra excepcional y aguda de Eudave solicita a un lector activo, atento, que, cual detective, recaude pistas y organice mentalmente la información otorgada para encontrar el sentido de la historia y descubrir que “a veces no existe una razón aparente para la crueldad, solo aflora o nos aguarda mientras algunos, agazapados, nos deleitamos en ella”.
[1] Más allá del género fantástico, Cecilia Eudave encuentra en la narrativa de lo inusual “una perspectiva para ver la realidad”: la posibilidad de mostrar lo insólito como algo probable y admisible, y trabaja formidablemente el suspense al dejar latente la posibilidad de lo terrible en cada página, pero haciendo espacio también al respiro, la incertidumbre y la catarsis en sitios estratégicos.