“Amar es una cólera secreta,
una helada y diabólica soberbia”
Xavier Villaurrutia
En ocasiones, la literatura se ha enfrentado a un escéptico punto de vista, su naturaleza se caracteriza por tratarse de una mentira. Sin embargo, cabría resaltar que este mote surge como un buen pretexto que permite evadir el profundo entramado que se alberga dentro de ella. En cambio, al hablar de ficción es posible comprender que la literatura echa mano de la realidad para crear una nueva, es decir, en su interior se perciben ecos y resonancias de aquella vida en que nuestros pies nos guían a través de la cotidianidad, los actos colectivos, las transformaciones históricas, sin dejar de lado en ningún momento ese mundo aparte.
Es por ello que el lector asiduo genera, tras cada lectura devorada, determinados fetiches que poco a poco lo sumergen en los orígenes de la creación literaria; de pronto comienza a contemplar con los ojos de quien empuña la pluma, encuentra en su día a día los estados anímicos que posiblemente orillan al autor a nombrar, vuelca en su sensibilidad las impresiones de la otredad, parecería que encarna en él alguien que sólo reconoce como una intuición, pues nada humano le es ajeno.
De tal manera, lo juegos de la ficción tienden a gestar una línea muy delgada con la realidad. Ya Roland Barthes hablaba sobre la muerte del autor, es decir, cuando la obra abandona el anonimato de lo inédito y sale a la luz se recrea tras la lectura que cada persona hace de ésta. Entonces una novela se transforma en tantas novelas como lectores posibles existan, cada uno de ellos se convierte en re-creador de la misma.
Por supuesto que en algún punto de este proceso salta en la imaginación el fetichista deseo por también recrear la intimidad del autor, esa cotidianidad que lo arrebató a escribir aquello que, en ocasiones, la moral condena y la filosofía silencia, aquella humanidad mundana, sublime, errabunda.
Tal es el caso del aclamado escritor Harry Quebert, autor de una de las novelas románticas más apasionantes de la literatura estadounidense durante el siglo XX. Sus lectores colmaron, por más de tres décadas, las páginas de su libro con los rostros, deseos y obsesiones amorosos que otrora se tornaron inalcanzables, entonces las íntimas tragedias se reflejaban en las aparentemente ajenas palabras del autor, encontrando una auténtica válvula de escape cuando lo planteaba desde la lejanía el ardoroso oficio de la escritura.
Sin embargo, su genio, prestigio y gloria se derrumban una mañana del 2008, cuando fortuitamente un grupo de jardineros halla a pocos metros de su casa lo que parecen ser los restos de un cadáver junto con un bolso de piel que contiene su manuscrito inédito. Este hecho se entrelaza con la desaparición de una joven de 15 años en la misma zona un 30 de agosto de 1975, un par de semanas antes del repentino éxito novelístico de Harry.
De inmediato la noticia proliferará a lo largo y ancho de Estados Unidos, catapultando a Quebert como un asesino pasional. El país entero, que en la década de los 70 lo entronizara, ahora detesta y condena aquella maldita, enfermiza y descarada novela que arrastra tras de sí el cadáver de la joven Nola Kellergan: Los orígenes del mal.
A lo largo de La verdad sobre el caso Harry Quebert, Joël Dicker nos permite descubrir en un entramado policiaco cuáles fueron las verdaderas razones que orillaron a su personaje, Harry Quebert, a la creación literaria. Tal como el ficcional público estadounidense, sus lectores podremos imbuirnos en los hechos de aquel enigmático 1975. ¿Será acaso que el ejercicio de la escritura puede revelar más de esta realidad que de la realidad literaria? ¿Cómo reconocer la casi imperceptible línea que separa el terreno de lo ficticio? ¿Qué orilla al escritor a ficcionalizar aquello que la moral se afana en censurar? ¿Es acaso la prisión de la moral la que orilla a gestar un silencioso crimen? ¿Quién es este súcubo en que se albergan los crímenes que la moral condena?