Hay escritores cuya vida se funde con su obra hasta el punto en que resulta imposible leerlos sin sentir, aunque sea de forma tenue, el eco de su existencia detrás de cada palabra. Franz Kafka es, sin duda, uno de ellos. Su nombre no solo está grabado en la historia de la literatura del siglo XX, sino también en nuestra forma de nombrar ciertos estados de la realidad. Lo “kafkiano” ya no es solo un adjetivo literario: es un modo de describir el absurdo, la burocracia deshumanizante o esa opresiva sensación de no pertenecer del todo al lugar donde se está.
Kafka nació en Praga en 1883, cuando aún era parte del Imperio Austrohúngaro, en el seno de una familia judía de habla alemana. Ese triple margen —judío, germano y checo— marcó profundamente su identidad y su escritura. Era un hombre atrapado entre lenguas, religiones, expectativas familiares y contextos sociales que muchas veces lo contradecían. Estudió derecho, trabajó como funcionario en una compañía de seguros, y escribió de forma constante, aunque publicó en vida solo una parte mínima de su obra. El resto —incluidos El proceso, El castillo y América— fue rescatado gracias a su amigo Max Brod, quien decidió no cumplir la voluntad de Kafka de quemarlo todo tras su muerte.
En ese gesto de Brod también hay algo profundamente kafkiano: una voluntad negada que sobrevive, una voz que no quería ser oída pero que termina resonando más fuerte que muchas otras. Lo que no se nombra directamente —el juicio que nunca se explica, el castillo al que nunca se entra, el trabajo que nunca se consigue— termina siendo lo que más peso tiene. Su lenguaje es contenido, preciso, casi jurídico; y sin embargo, genera un desconcierto que roza la pesadilla. En su mundo, el individuo siempre parece fuera de lugar, como si hubiera despertado en un universo con reglas ocultas que no logra comprender del todo.
Uno de los temas más inquietantes —y persistentes— en su obra es el de la alienación. Alienación en el sentido más existencial: personajes que se enfrentan a una autoridad abstracta e inalcanzable, que se ven separados del mundo, del lenguaje, incluso de sus propios cuerpos. La escena inaugural de La metamorfosis, donde Gregor Samsa despierta convertido en un insecto sin razón aparente, es quizás la imagen más potente de esta sensación de extrañamiento. Pero no es la única. En El proceso, Josef K. es arrestado sin saber por qué, juzgado sin conocer la ley que transgredió. En El castillo, el agrimensor K. lucha por ser reconocido en una comunidad que lo ignora o lo rechaza.
Kafka escribe sobre la incomodidad de existir en un mundo que parece haber olvidado que existimos. Sus protagonistas no gritan, no luchan con violencia: resisten en silencio, sobreviven en pasillos interminables, se pierden en oficinas que multiplican sus puertas como espejos. Hay algo profundamente moderno —y profundamente humano— en esa forma de mostrar la soledad. Porque si algo nos dejó Kafka, es la certeza de que lo más inquietante no siempre está en lo desconocido, sino en aquello que parece más familiar.