La primera línea escrita que conocemos de Jorge Luis Borges dice así: “Tiger, León, Papá, Leopard”. Es de 1904; Georgie tenía cinco años. No creo que sea estirar demasiado la liga —la liga hermenéutica, digamos, la liga hagiográfica— declarar que esta frase constituye una especie de augurio. El corto inventario contiene claves fundamentales de lo que habría de ser el universo borgiano: está la idea de que la poesía puede ser una enumeración y un ritmo; está el fervor por los felinos; está la afinidad con el idioma de Chesterton, Stevenson y Berkeley; está la idea de que la totalidad puede conjurarse mediante un campo semántico preciso y a la vez desquiciado (pienso en “El idioma analítico de John Wilkins” o, incluso, en “El Aleph”), y está, por supuesto, el amor al padre.
Para el niño Borges, su padre pertenece al conjunto de los grandes félidos; de hecho en la lista están casi todos, sólo falta el jaguar, que es sustituido por Jorge Guillermo Borges, profesor de psicología. El niño crecería, se convertiría en uno de los tres o cinco escritores más grandes del siglo xx, heredaría la ceguera de su padre, tendría un gato llamado Beppo. En una entrevista de 1976, Borges, de setenta y siete años, diría sobre su papá: “Él quiso que se cumpliera en mí el destino que no pudo cumplirse en él, el destino de escritor”.
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Tigre dibujado por el niño Georgie[/caption]
Me llamo Romeo Tello; mi padre también. Él es profesor de literatura. No hay forma de corroborarlo, no existe el censo ni la estadística, pero puedo declarar, con frialdad, casi con indiferencia, que mi padre es uno de los cinco o tres mejores maestros de literatura iberoamericana del siglo xx —en los dos sentidos que esta frase anfibológica establece—. (Por supuesto, en el
casi de la oración anterior cabe el mundo entero.) La literatura y los libros han estado presentes en mi vida desde que tengo memoria. No fueron un descubrimiento ni una conquista, como lo fueron para mi papá o como lo fueron para la gran mayoría de mis amigos y colegas. Los libros siempre estuvieron ahí, como parte del paisaje físico y emocional de mi casa. La literatura fue un regalo de mi padre, pero también una imposición; un don, pero también un mandato que con el paso de los años se fue volviendo más y más pesado. Había que ser bueno —ésta no era una imposición de mi padre, sino de la genética, de la religión, de la vanidad, del inconsciente o de un exquisito coctel de todos los anteriores—, y para ser bueno había que leer.
Cuando mi papá le dijo al suyo que quería estudiar literatura, mi abuelo, Romeo Tello I, le preguntó que si ya se había vuelto maricón. Cuando yo, tímida o nerviosa o pusilánimemente, le hablé a mi papá de mi indecisión entre estudiar literatura o estudiar filosofía —no había tal indecisión, yo sabía que quería estudiar filosofía—, Romeo Tello II me dijo que mejor estudiara letras, que la filosofía “no dejaba”.
Estudié letras por obedecer a mi padre. No, esto es un exceso, o, mejor dicho, una imprecisión. Estudié letras por agradar a mi padre —lo cual, por mucho tiempo, fue mi verdadera vocación, pero entonces no había, y creo que aún no hay, carreras que articulen ese llamado—. Cuando entré a la Facultad de Filosofía y Letras de la unam no me gustaba leer. Disculpen, esto es una nueva exageración. Lo que debo decir es que
casi no me gustaba leer, o, más bien, que no me gustaba leer lo que mi padre había tratado o había esperado toda la vida que me gustara: novelas, grandes historias. Yo había hecho las paces con la idea de estudiar literatura porque me gustaba escribir y porque había descubierto en algunos autores, principalmente en Cioran, algo que me emocionaba mucho: el lenguaje. ¿Qué quiero decir cuando digo que había descubierto el lenguaje en Cioran y otros escritores? Quiero decir que había descubierto la voluptuosidad de la precisión: la capacidad de las palabras de ser a la vez pólvora y bisturí, caricia y puñalada en la oscuridad. Había descubierto algo que ya sabía y que me había enseñado mi papá sin imponérmelo: que las palabras pueden representar y reconfigurar el mundo.
La carrera de letras, por fortuna, no tuvo en mí el efecto castrante que suele tener en muchos de los que llegan a ella por una vocación más escritora que lectora. Al contrario, me dio algunas prudencias y algunas destrezas. Me dio conocimiento histórico y mucho conocimiento lingüístico. Me dio a Cortázar y, de alguna forma, me preparó para la sorpresa y la marca de fuego que sería Bolaño. (Borges siempre estuvo ahí, como un tigre agazapado.) Me dio un oficio con el que ahora mantengo, junto con su madre, a mi hijo. Hubiera preferido que fuera una decisión más libre, pero quizá la verdadera libertad está en aceptar lo que somos.
En el centenario de Kafka, Borges dio una breve conferencia en la que declara que, para él, el escritor checo fue el más grande del siglo xx. En esa misma conferencia, transcrita y editada como “Un sueño eterno”, afirma que comparar a Joyce con Kafka es una blasfemia: Joyce es importante dentro de la lengua inglesa, dice Borges, Joyce es intraducible; en cambio, las ficciones o los sueños de Kafka son elementales, es decir, universales y eternos.
Yo, debo confesarlo, soy un tanto insensible a los laberintos y a las pesadillas de Kafka. Quizá soy demasiado hijo del ocaso del siglo xx, o quizá, simplemente, debo regresar a sus cuentos y novelas sin los muchos prejuicios del lector adolescente que fui (que en toda frase quería encontrar el resplandor del aforismo deicida) y con la poca paciencia que he ido juntando con los años.
Hace poco leí por primera vez la
Carta al padre, que Kafka escribiera cinco años antes de morir. Me temo que me acerqué a este texto con expectativas demasiado altas. Por mi historia personal y por saber que se trataba de “la carta más famosa del siglo xx”, según sentencia la cuarta de forros de la edición que tengo, esperaba que este documento me resultara particularmente conmovedor, quizás, incluso, revelador. ¿De qué? No lo tenía muy claro. Pero comencé a leer, y seguí leyendo, y la epifanía nunca llegó. Más bien, sucedió lo contrario: me sentí hondamente decepcionado del más grande escritor del siglo pasado, no sólo a juicio de Borges, sino de muchos. Kafka se presenta en estas páginas como un individuo absolutamente timorato, que responsabiliza a su padre de todas sus desdichas, incluso de sus proyectos fallidos de matrimonio. Como una víctima del mundo entero —es decir, de su padre, pues, para Kafka, su padre es el mundo entero—.
Es difícil, al menos para mí es difícil, sentir empatía por el autor de esta carta. No es un personaje simpático; no es, por supuesto, un personaje valeroso y casi que ni siquiera parece un personaje inteligente. El único momento literariamente interesante o valioso de la carta ocurre al final, cuando Kafka le da voz a su padre y le permite contestar a todas sus acusaciones. Quizá se trata de una carta
demasiado honesta; quizá, de entre toda la obra de Kafka, estos párrafos sí debieron quemarse y sólo debieron llegar a los ojos de Hermann Kafka.
El reclamo central de Franz hacia su padre es que, por el rigor de su sombra, perdió la confianza en sí mismo y la sustituyó “por un infinitito sentimiento de culpa”. También dice que el constante temor en el que vivió de niño alentó en él unas “agudísimas dotes de observación”, dotes que más tarde alimentarían su literatura. Sería fácil y burdo unir estos dos puntos para concluir que la dureza con la que Hermann Kafka trató y crio a su hijo es el manantial del genio kafkiano, de la pesadilla eterna. No. Ni Hermann Kafka es responsable de los fracasos amorosos de Franz, ni lo es tampoco de la belleza y el misterio de
La metamorfosis.
En cualquier caso, yo agradezco llevarme tan infinitamente bien como lo hago con mi padre y que su sombra ya no lo sea. Ya no todo lo que escribo es una carta dirigida a él, porque sé que lo que escribo (casi) siempre le gusta mucho y así qué chiste. Pero si tuviera que elegir entre escribir y querernos, sin duda me quedaría con el silencio.
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Primera página de la carta manuscrita de Kafka a su padre.[/caption]
En esa misma conferencia de 1983, pronunciada con motivo del centenario de Kafka, y a tres años de morir, Borges dice que aunque Kafka y Virgilio encargaron a sus amigos destruir sus respectivas obras, él no cree que ninguno de los dos tuviera realmente la intención de que ese deseo feroz se cumpliera. Dice: “De otro modo habrían hecho ellos mismos el trabajo. Si yo le encargo la tarea a un amigo, es un modo de decir que no me hago responsable. Mi padre escribió muchísimo y quemó todo antes de morir”.
Para Borges, su padre, de alguna forma, es más grande que Kafka y que Virgilio, de alguna forma, es el jaguar de la lista incompleta. Su padre no fue el tirano que interiorizó y asumió Kafka; su padre fue la libertad y la dulzura del apocalipsis.
Por último, recuerdo un cuento de
El Aleph, “La escritura del dios”. Ahí, Borges escribe: “En ese afán estaba cuando recordé que el jaguar era uno de los atributos del dios”.