Lo primero que llegó de José Victoriano Arteaga —dentro de una caja, al interior de bolsas Ziploc repletas de hielo— fue su pie derecho. No importa qué llegó en la segunda caja, ni si hubo una tercera o cuarta o más. Importa que la familia Arteaga huyó de la Ciudad de México cuando todos entendieron que él no iba a regresar. Después del secuestro de su padre, los miembros de esta acaudalada familia criada en alguna residencia de Polanco buscaron refugio en el mundo. Huyeron. Los obligaron a comenzar otras vidas lejos de su hogar.
Los perros descalzos, novela debut del periodista y narrador mexicano Antonio Ruiz-Camacho, cuenta la historia de un exilio autoimpuesto. Para esto, el autor se vale de ocho cuentos —construidos como textos independientes en un taller, escritos originalmente en inglés y traducidos por el propio Ruiz-Camacho— en los que se presentan las situaciones que deben enfrentar distintos miembros de la familia para asimilar la desgracia. A través de estos cuentos, el autor construye el conflicto de forma dosificada y a través de distintas voces narrativas. De esa forma, escuchamos a los nietos, a los hijos, a la servidumbre e incluso a la amante dar cuenta de los efectos colaterales que la desaparición de un ser querido tiene en las vidas de quienes lo rodean.
Un viaje frustrado, la rebeldía a consecuencia del silencio protector, la sensación de abandono, el temor a la paternidad, el vacío latente de quien no superará el horror son algunas de las situaciones que se desarrollan de forma independiente. A veces, bien se construyen únicamente a través de diálogos o mediante la voz en primera persona de alguno de sus personajes. Lo que es una característica a destacar, pues el autor se apoya en un léxico y orden sintáctico específico y variado para otorgarle solidez y congruencia a las voces de cada uno de sus personajes.
Ya otras novelas de autores mexicanos jóvenes —como Laia Jufresa en Umami— han realizados dinámicas similares a la de Ruiz-Camacho. Microconflictos que giran cercanos a un universo mayor, que se tejen con el gancho de la polifonía y que, sin problemas, podrían caminar de forma autónoma. Sin embargo, si en Umami los personajes se encuentran en un punto donde se está próximo a alcanzar el alivio, en Los perros descalzos, la trama nos orilla a pensar que los protagonistas ya no podrán recuperar los que les fue arrancado —su padre, su vida, su tranquilidad—.
Sin embargo, aun cuando el libro nos presenta los miedos, la incertidumbre, la rabia, la tristeza y el desasosiego de una familia desplazada por la violencia en México, no por ello el ánimo general cae en un tono fatídico. Al contrario. De la misma forma que Jufresa lo hace en Umami, Ruiz-Camacho logra dotar al texto de momentos que van de lo tierno a lo cómico, de lo conmovedor a lo infame.
Si bien una característica importante de la familia protagonista es su poder adquisitivo, la de los Arteaga podría ser la historia de las 78,109 familias mexicanas que, fuera de la ficción, han perdido algún miembro de su núcleo de forma violenta. Por eso no es menor que su despojo también sea material. Por eso no es menor que cada uno de ellos haya llegado a su refugio con la manos vacías, anónimos, sin un alma que los esperara a su llegada; dueños de nada más allá de su propio desamparo. En voz de una de las empleadas domésticas, el autor menciona: “Ninguno de ellos había sido tocado aún por la voluntad única y altísima que nos hace a todos iguales”. Porque al final, el vacío que dejan las tragedias nos despojan de formas similares y sin distinción de clase.
Antonio Ruiz-Camacho ha comentado que, en su proceso creativo, una de sus estrategias narrativas radica en retomar información de la “vida real” como vehículo para desarrollar emociones distintas a las que originalmente poseen. Pocos libros logran configurar un mundo donde tales elementos se amalgaman de forma natural y genuina. Pocos libros cavan huecos tan grandes y, a la vez, sobrecogedores. La novela de Antonio Ruiz-Camacho tiene la virtud de hacer convivir, tan bien, lo bello y lo triste.