Hace unos meses mientras hablaba con mi terapeuta me preguntó si conocía los rizomas. A lo que yo le contesté que no. Ella me explicó: Los rizomas son como el jengibre, ¿sí has visto cómo crece, que parece ser sólo raíces, pero esas raíces están conectadas con más y más? Sí, le dije, y continuó: Bueno, digamos que las relaciones humanas son muy parecidas al jengibre.
Me explicó que los humanos de alguna forma “nos alimentamos” de las demás personas, que formamos lazos que no son visibles en la superficie pero que en el fondo nos forjan. Por ejemplo, en un principio el único vínculo que tenemos es con nuestros padres, de ellos aprendemos a hablar, a comer y a pensar.
Una vez entrando a la escuela, nuestras raíces crecen de forma horizontal y se van conectando con nuevas personas, como una red. Tenemos amigos, profesores, parejas sentimentales que a su vez tienen estas conexiones con otras personas, haciendo así una lista casi infinita.
También me comentó que en ocasiones algunas de esas raíces se rompen y tenemos que continuar viviendo sin ellos, no sin antes haberles aprendido algo. En mi caso hablábamos sobre el deceso del padre de mi padre y cómo marcó mi vida para bien y para mal, cómo les dio otro color y sabor a las sensaciones que hasta entonces conocía.
Pensando en esto, como obra del destino, hace unas semanas llegó a mis manos Umami (Random House, 2015) de Laia Jufresa, una novela que me hizo entender mejor lo que trataba de explicarme mi psicóloga, no sólo sobre los rizomas sino, me atrevería de decir, más aún sobre las ausencias.
En esta novela conocemos a los vecinos de la Privada Campanario, una construcción “reciente” y con una arquitectura singular, basado en el esquema de la lengua, donde tenemos cinco casas con el nombre de los cinco sabores que percibimos: Amargo, Salado, Dulce, Ácido y Umami. A su vez cada una de estas casas tiene un sinfín de lecciones que darnos sobre el duelo, la culpa, el amor, la amistad, la sexualidad, la salud mental, el abandono, el apego, la añoranza y más.
Conocemos así a Ana, una adolescente apasionada por la lectura que convence a sus padres, un par de músicos de la Orquesta Sinfónica Nacional, de dejarla plantar una milpa en el patio de su casa con tal de no pasar sus vacaciones en Michigan, en casa de su abuela materna, ya que ahí hace un par de años falleció su hermana menor: Luz. Ausencia que sigue llenando a la familia de conversaciones incompletas, medias alegrías y que ha llevado a su madre, quien se encuentra invadida por la culpa, a tomar licencia con goce de sueldo en la OSN. Desde lo que pasó con Luz no va a casa de la abuela en vacaciones.
El maestro de Ana para la siembra es Alfonso Semitiel, antropólogo especializado en alimentación prehispánica y dueño de la Privada Campanario, quien enviudó en el 2001 y a partir de ese momento le dieron un “año sabático” en el Sistema Nacional de Investigadores y una laptop en la que comenzó a escribir sobre todo aquello que fue su esposa: sus manías, sus virtudes, sus defectos, su historia y con eso, la historia de la Privada e incluso de él mismo.
Presentada en forma de novela coral y saltando de la primera a la tercera persona de un capítulo a otro, conocemos también a Marina, una pintora con problemas psiquiátricos y alimenticios que busca encontrar su identidad a partir de huir de su natal Xalapa en Veracruz; y Pina, la mejor amiga de Ana, quien lucha con todas sus fuerzas por mantener un vínculo con su madre, un personaje que va y viene, alguien con quien Pina mantiene continuamente un duelo.
Así, en Umami nos damos cuenta cómo se conectan cada uno de los vecinos, cómo en el fondo el dolor, la ausencia y la lucha diaria por no rendirse los une como a un rizoma.