Me he visto morir

Greta Morgan

10 September 2021

1.

Llegas a medianoche, tu casa está completamente a oscuras.

Te sientas en el sillón de siempre, donde a últimas has disfrutado de algunas buenas lecturas. No muchas.

Tus ojos poco a poco se adaptan a las tinieblas a las que tanto deseas aproximarte: ese quizá sea tu último momento de paz.

Entonces te incorporas y caminas hacia el baño, sin encender la luz. Despliegas la cortina que separa la regadera del excusado.

Con uno de tus brazos sopesas el tubo que esa mañana roció de agua tu espalda para sopesarlo, para saber si te resistiría. En una película viste cómo un hombre que intentó colgarse, como quieres intentarlo ahora tú, quebró la tubería y se vino abajo con ella, fracasando en su intento de suicidio y solo mojándose la cabezota.

Este sería tu tercer intento.

Pero optas por volver al sillón, sentarte y marcar un número del teléfono móvil que por un momento te ilumina la cara.

Alguien al otro lado de la línea, le agradeces a la vida, te contesta.

2.

Esa mañana Carlota* supo que no volvería a ver a su hijo.

Algo le dijo su mirada, la forma en que él se despidió de ella por la mañana.

Le dijo que la vería al día siguiente, que esa noche no iba a volver.

Y no volvió, tal como dijo, pero tampoco volvió a la mañana siguiente.

Carlota no suele ver noticias, pero esa mañana siguiente alguien le pasó una nota que hablaba del suicidio de un joven.

Es mi hijo, pensó, y esa misma persona, que no estaba segura de eso, le dijo que quizá no lo era.

Pero lo era.

El hijo de Carlota tenía veinte años.

Su cuerpo se encontró colgado por su propio cinturón a un lado de un puesto de periódicos.

Eso lo supe tres meses después, cuando la conocí. A Carlota. Estábamos en el funeral de Artemio*. Artemio había sido mi maestro y había sido pareja sentimental de ella.

Él se había colgado esa mañana de un árbol cercano a su domicilio, posiblemente con una cuerda de su equipo de alpinismo.

Carlota me miró y me preguntó si estaba bien.

No lo estaba, y se lo dije, pero no sabía cuán mal podía estar ella.

3.

Poco más de un año después nos reunimos. La mirada de Carlota, como aquel día que la vi en el funeral de Artemio, irradiaba luz. Ella me dijo, otra vez, que eso ya se lo habían dicho, que el mismo Artemio se lo había hecho ver, pero ella no lo creía, no creía en su luminosidad; por el contrario, consideraba que su vida había sido muy oscura.

Yo creía entender por qué lo decía, pero era incapaz. Vivir de cerca el suicidio de dos seres queridos no tenía que ser fácil.

No pude evitar acordarme de mis propios acercamientos a ese profundo deseo de muerte, o de los varios intentos de una de mis mejores amigas.

Nos abrazamos un buen rato. A partir de entonces ella y yo nos hemos visto con regularidad, y siempre hablamos sobre su hijo.

Y siempre hablamos sobre Artemio.

4.

De acuerdo con el INEGI**, en México se suicidan, aproximadamente, 5.4 personas por cada cien mil habitantes; se suicidan más hombres que mujeres (8.9 hombres por cada cien mil; dos mujeres por esa misma cifra) y también se suicidan niños (y yo no entiendo cómo ni por qué).

La OMS señala al suicidio como un grave problema de salud pública. En el mundo, dice, “cada año mueren ochocientas mil personas a causa de lesiones autoinfligidas, lo que significa un deceso por esta causa cada 40 segundos”. Señala, también, que es prevenible: que puede, la sociedad en su conjunto, atender y vigilar los posibles casos.

Y yo no entiendo cómo.

Quiero decir: Carlota pudo entrever que su hijo se suicidaría, pero jamás imagino que Artemio lo haría, y en ambos casos no los pudo detener.

Sin embargo me ayudó a mí, aquella medianoche en que la llamé.

5.

Yo no pude ayudarla.

A ella. A Fidencia*.

Fidencia, una de mis mejores amigas, vivía cerca del mar y, copiando una de mis fantasías suicidas, se arrojó al mar escuchando una de mis canciones favoritas que usaría en dicha ocasión; una canción que habla sobre una persona que adora y le teme, en la misma medida, a los océanos.

Un par de hombres, sin embargo, la sacaron de las embravecidas aguas a las que se arrojó luego de atragantarse de pastillas que se pasó con unos tragos de alcohol.

Despertó al día siguiente y pudimos hablar por teléfono casi dos semanas después.

El día que se suicidó Artemio.

6.

Encontré alguna nota en la que se aseguraba que el suicidio era la segunda causa de muerte en México (sin fecha; seguramente son datos anteriores a la pandemia). En algún otro documento leí sobre la correlación de ambos fenómenos; ayer, por ejemplo, hallé la nota de un hombre que se lanzó desde un cuarto piso del hospital donde le diagnosticaron covid.

No pretendo aquí hacer una radiografía del suicidio; mucho menos establecer sus causas (pretenderlo sería banalizarlo). Hay, sin embargo, una palabra recurrente cuando hablamos de la muerte que uno mismo se provoca: depresión. De Artemio se especuló que eso tenía, aunque nadie se la diagnosticara. Del hijo de Carlota, mucho menos.

Acaso entonces sea prudente acudir con los expertos en el tema. Está, por ejemplo, el libro con ese nombre, Depresión: La noche más obscura, de Jesús Ramírez-Bermúdez, donde dice que: “Es una profunda tristeza, mezclada con miedo y dolor emocional, que roba la energía, el sueño y la concentración; parece que la felicidad está prohibida y que no hay rutas para seguir…”. O como dijera su subtítulo: es la noche más oscura.

El libro Depresión o victoria, donde Meritxell Duran llama a la depresión “el pequeño infierno que todos llevamos dentro”; en ese mismo tenor Andrew Solomon titula a su libro El demonio de la depresión, donde busca revelar “la sutil complejidad y la intensa agonía que la definen”. A esta enfermedad también la aborda, muy recientemente, Arnoldo Krauss en su libro titulado solamente así: Suicidio. También podríamos mencionar este libro de Luis Antonio de Villena.

Y las citas se podrían eternizar.

Hasta la muerte.

7.

La mañana que se suicidó Artemio habían pasado dos semanas desde que Fidencia lo había intentado, y una desde que yo lo pensé.

Esa misma mañana le mandé un mensaje a quien ha sido mi terapeuta. Le pedí que nos viéramos con urgencia, luego de que yo dejara las sesiones un tiempo porque de pronto pensaba que eran inútiles.

O que la vida era miserable, sin sentido y que no valía nada.

Me he visto morir. Tantas veces.

Pero hay otros días en que no pienso así y, por el contrario, aprecio la oportunidad de un día más en la Tierra.

Hoy es uno de esos.

Y doy las gracias.

*He modificado los nombres de estas personas por respeto a sus identidades. Sin embargo, las anécdotas son ciertas. **Según sus datos de 2020.

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