Mariana Enríquez suele decir en entrevistas que lo que distingue al terror como género es que es intersticial: la aparición de un hecho sobrenatural —como un espectro o un altar de brujería afrobrasileña— impacta porque ocurre por momentos, a veces mediante contrastes que caen más en el absurdo que en lo sangriento o mórbido. Por ejemplo: la presencia de un grillete en un sillón en una habitación a oscuras; grafitis que son filas de letras incomprensibles; la visión de un fantasma que va en el asiento de un autobús lleno de turistas y sólo va sonriendo, por mencionar algunas de las imágenes más memorables de Las cosas que perdimos en el fuego (Salamandra Graphic, 2024).
En la nueva encarnación como novela gráfica de esta ya famosa colección de cuentos, esos momentos han encontrado en Lucas Nine un autor que comprendió a la perfección la asignatura: no se trata de llevar directamente al lenguaje del cómic estos relatos de terror, sino de sacar y expresar correctamente esa forma de terror tan peculiar, pero que es extrañamente familiar incluso para quienes no han conocido la parte más brutal de Buenos Aires con sus villas y barrios venidos a menos.
Estos cortocircuitos de la cotidianidad son uno de los ingredientes y técnicas preferidos de la escritora argentina, quien no sólo ha encontrado a un gran público para un género que durante mucho tiempo se consideró de nicho —el relato de terror—, sino que le ha aportado su propia visión y estructura. Gran lectora de Stephen King, H. P. Lovecraft, C. E. Feiling o Silvina Ocampo, pero también de la tradición novelística y cuentística argentina, Enriquez ha conseguido que el relato de terror pulse, sobre todo, el nervio de la desigualdad y la violencia infraestructural que conjuran los verdaderos miedos de un continente como América Latina.
Así, la dupla Enríquez-Nine logra que los cuatro cuentos que lo componen —“El chico sucio”; “Pablito clavó un clavito: una evocación del Petiso Orejudo”; “El patio del vecino”; y “Bajo el agua negra”— formen una unidad concentrada. No es necesario ni siquiera forzar un hilo conductor o inventar un narrador que se ponga a contar estas suertes de leyendas urbanas contemporáneas: basta con el entendimiento Lucas Nine (quien trabajó de cerca, en un diálogo literal y narrativo, con Enríquez durante todo su proceso creativo) y un estilo artístico que hace uso de todo tipo de técnicas digitales, acuarelas, montajes y collages.
Si hubiera que caracterizar a Mariana Enríquez como cuentista, habría que hablar de la facilidad con la que va sus historias coordinan un relato más “superficial” —en el que ocurren los hechos de sangre y horror— y uno más profundo —en el que laten la pobreza, el feminicidio, el monopolio de la violencia por parte del Estado y las clases dominantes. Por ejemplo, “El chico sucio” en primera instancia trata del encuentro de una mujer de clase media que se encuentra con el niño de la calle que le da nombre al cuento, quien se encuentra en pésimo estado de salud y apenas puede convivir de manera convencional con la gente; pero pronto el relato, tras un asesinato que cimbra el barrio bonaerense de Constitución, va revelando sus sutilezas: la culpa clasemediera, el abandono infantil, la violencia anónima que sólo a veces parece materializarse en las sectas y asesinos seriales.
En otro de los cuentos más complejos de la autora, y uno de los que mejor se trasladan al lenguaje visual, “El patio del vecino”, el matrimonio de Paula y Miguel, quienes recién se han mudado a un departamento inusualmente amplio y barato, tiene que lidiar con el desempleo de ella, su depresión y las visiones no confirmadas de un niño encadenado en la casa de a lado. El cuento, sin arruinarle nada a nadie, en realidad irá explorando no sólo el tópico de la casa embrujada, sino el de la sutil violencia emocional y psicológica entre personas que viven juntas, pero ya no se aman.
La propuesta gráfica desafía el diseño de personajes y escenarios para figuras borrosas, que sólo a veces se perfila o detallan; caras que desaparecen o apenas se perfilan, como sucede en la vida real cuando se ve a la gente de reojo; niños de la calle, drogadictos, asesinos y gente extraña cuya mirada está perdida en otros lados; o que logra un efecto perturbador: a veces es como si estas figuras esquivaran la mirada del lector. Los colores poco saturados, muchas veces sólo con gradaciones y combinaciones en triadas, contornos casi inexistentes, fondos mínimos, todo eso genera una disonancia visual permanente, que justo es el equivalente a la incomodidad de los cuentos de Enríquez, en los que el lenguaje preciso, coloquial y sin grandes adornos contrasta con los sucesos explicables y los callejones sin salida a los que suelen llegar sus personajes.
Por supuesto, también ayuda que ambos autores sean argentinos: por un lado, Nine ya había adaptado a otros grandes del cuento argentino (como Jorge Luis Borges, Esteban Echeverría y Julio Cortázar); por el otro, Enríquez, quien es capaz de pintar una Buenos Aires que no es la Ciudad de la Furia, sino una capital que se carcome a varios niveles: en el material, con casonas abandonadas, calles que se tornan peligrosas cuando se hace de noche; en el social, con adictos, rateros; y por todos lados, la presencia de seres sobrenaturales del folclor argentino, brasileño y afrocaribeño.
Este libro publicado originalmente en 2016, ya se ha ganado fama por el mundo hispanoamericano y ha demostrado que el terror es uno de los géneros grandes de la literatura hispanoamericana, hoy encabezada además por mujeres (María Fernanda Ampuero, Dolores Reyes, Liliana Blum y un largo y fructífero etcétera). Y aunque muchas veces el terror es local, territorio privilegiado de leyendas urbanas, locaciones turbias en calles o barrios específicos, cuentos como estos demuestran que el terror es universal y, casi siempre, trata más de cosas más terribles y físicas que los aparecidos y los hechos de sangre.