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Una biblioteca propia
Denise Velázquez comment 0 Comentarios

A lo largo de la historia las mujeres hemos librado un sinfín de batallas para lograr que se valore y reconozca a lo propio y exclusivo del sexo femenino en el entorno patriarcal que nos envuelve e incluso hasta devora. La educación, la vestimenta, el voto, la maternidad, la sexualidad, el trabajo, y el dinero, son algunos tópicos que se han visto involucrados en esta lucha, los libros no se han quedado atrás, ya sea escribirlos, tener acceso a ellos o poseerlos, son un derecho conquistado.

Hoy en día a la gran mayoría de nosotras se nos hace de lo más normal o cotidiano cargar con un ejemplar bajo el brazo, pasar un día cualquiera por la librería a comprar la novedad que tanto esperábamos, y llegar a casa con un nuevo habitante para el librero, aunque la pila de libros por leer nos reclame a gritos desde el rincón.

Sin embargo, hace muchos años este panorama era imposible para las mujeres, el acceso al conocimiento, a la autoría, al mundo intelectual, y a las grandes bibliotecas, guardianas de los libros, eran exclusivo para los hombres.

En su obra más reconocida, Un cuarto propio (Lumen, 2022), Virginia Woolf narra lo sucedido al intentar acceder a una biblioteca de Oxbridge:

«Pero me encontraba ya ante la puerta que conduce a la biblioteca misma. Sin duda la abrí, pues instantáneamente surgió como un ángel guardián, cortándome el paso con un revoloteo de ropajes negros en lugar de alas blancas, un caballero disgustado, plateado, amable, que en voz queda sintió comunicarme, haciéndome señal de retroceder, que no se admite a las señoras en la biblioteca más que acompañadas de un fellow o provistas de una carta de presentación.»

También vale la pena recordar que este ensayo apela a la importancia de contar, como mujeres, con espacio propio (física y metafóricamente) e independencia económica, conceptos que para mí dan paso a otros como: la posesión, el ejercicio de lo personal y la libertad de habitar nuestro propio espacio.

Hoy, no visualizo un espacio propio más representativo que mi biblioteca, y si lo personal es político ella es mi patria. Es pequeña pero simbólica y ahí convergen fragmentos de la niña que fui y la mujer que soy; porque sí, los recuerdos también vienen en forma de lomos desgastados, como ese viejo libro de casa de mis padres que me hizo lectora y he cargado por distintas ciudades desde la vida universitaria.

Aún recuerdo el día en que asimilé que gracias al trabajo remunerado, que viene con la vida adulta, ya podría comprar mis propios libros de manera constante, y no como una eventualidad de cumpleaños o Navidad; cuando comprendí que podía formar mi propio acervo, dar rienda suelta a mis gustos, hacer mi curaduría: elegir, decidir, y no depender sólo de los títulos que me prestaban amigas, alguno que otro exnovio u ofrecía la biblioteca de la universidad.

Confieso que antes guardaba mis libros en cajas, por aquello de que solía mudarme seguido no echaba raíces ni sentía ese anhelado espacio propio, hace apenas tres años logré pararme en una habitación y decir: aquí es. Y los libros se asomaron.

Me alegra pensar que hay una carga revolucionaria en el abanico de autoras de la repisa de mi escritorio: Quintana, Schweblin, Melchor, Atwood, Didion, Austen, Ferrante, Garro, solo por nombrar algunas; todas ellas mujeres. Mujeres autoras cuyas letras ameritan habitar mi mente, corazón y ocupar un espacio físico, ese reconocimiento que durante muchos años le fue negado a sus predecesoras.

La escritora Irene Vallejo cuenta que durante su investigación para El infinito en un junco (Debolsillo, 2022), memorable ensayo de la invención de los libros, le resultó apasionante la búsqueda de las huellas de las mujeres en la historia de los libros y la lectura, aquellas silenciadas durante años, casi borradas; casi, porque pese a la adversidad las mujeres siempre han contado historias:

«Ellas fueron las primeras en plasmar el universo como malla y como redes. Anudaban sus alegrías, ilusiones, angustias, terrores y creencias más íntimas. Teñían de colores la monotonía. Entrelazaban versos, lana, adjetivos y seda. Por eso textos y tejidos comparten tantas palabras: la trama del relato, el nudo del argumento, el hilo de una historia, el desenlace de la narración; devanarse los sesos, bordar un discurso, hilar fino, urdir una intriga.»

Una biblioteca propia es identitaria, una reafirmación del yo; es la oportunidad de alimentar nuestro pensamiento y alma con letras e historias que nos hagan sentir, reflexionar, reír, llorar, desear, cuestionar, soñar y hasta resquebrajarnos desde las entrañas en ese diálogo en silencio con nuestros libros.

Soy esa mezcla entre la distopía de El cuento de la criada (Salamandra, 2020) y el Orgullo y prejuicio (Debolsillo, 2015) de una mal llamada «novela rosa» de Jane Austen, soy de los relatos dolorosos pero necesarios de La fosa de agua (Debate, 2018), uno de los primeros libros que compré en la exploración de mi feminismo, soy la adulta que le regaló a su niña interior las historias de Harry Potter que no pudo tener en su pubertad, soy de los tomos que han abordado vuelos trasatlánticos en las maletas de mis amigas, y que gracias a eso un par de alas fallidas de Piscinas vacías (Alfaguara, 2016) logró hacer hogar aquí conmigo; soy ese ejemplar de Tuya (Alfaguara, 2005) que encontré en la librería de viejo y me hace preguntarme qué será del Francisco que lo firmó en una esquina, soy de los lomos que acaricio y tengo a la vista cada mañana, de las firmas de mis autoras favoritas que miro con asombro, soy de las historias a las que vuelvo una y otra vez como lectora.

Mujer, tal vez no puedas regalarte el mundo, pero sí una biblioteca propia que se vuelva tu universo.

“Toda biblioteca es un viaje; todo libro es un pasaporte sin caducidad”

Irene Vallejo

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