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Un viaje dentro de un viaje dentro de un viaje
Mariángeles Comesaña comment 0 Comentarios

El tiempo se detiene, me siento en la estancia grande de la comuna que Margarita Dalton fundó en Oaxaca allá en el año de 1971: El Vergel. La veo subida a su tractor humeante de gasóleo preparando la tierra para la siembra, la veo llenando una canasta de limones recién cortados de su limonero, la veo colando en un trapito de manta de cielo el suero de la leche ya cuajada para madurar los quesos frescos.

Las nubes entran por ventanas y pasillos, el cielo de Oaxaca disuelve la luz en transparencias, hilos del tiempo que nos sorprenden.

Imagino a Margarita Dalton escribiendo esta novela, la veo a sus maravillosos 23 años en ese departamento que le prestaron sus amigos en Suiza, sentada en una mesa del comedor o en un escritorio con un ventanal dejando ver el majestuoso pico nevado de la montaña Matterhorn; puedo escuchar el teclear de su máquina Remington, el viaje dentro del viaje y dentro del viaje.

Todo en ella es sorprendente. Su libro es un juego de luces y de sombras, un texto que bebe del momento histórico en que fue escrito, los años sesenta del siglo XX, aquellos años parteaguas del mundo, en que la libertad ondeaba en las banderas juveniles y los jóvenes soltaron algunas de sus amarras.

Imagino a mi amiga con esa fortaleza y ese ímpetu que ha impulsado todos los proyectos de su vida, dispuesta a describir con valentía y talento el viaje sicodélico producido por el ácido lisérgico que la llevó a la dimensión desconocida del inconsciente. La imagino pensando cómo contarnos esta aventura insólita que ella vivió y que como mina de oro convirtió en la novela que hoy presentamos: Larga sinfonía en D… y había una vez (Lumen, 2022).

Martín, Ana y Roberto son los protagonistas. Inician este viaje a la una de la tarde. Un narrador omnisciente los va a acompañar, y va a describir sus experiencias como si fuera un Dios que habitara en las entrañas de una dosis de LSD (dietilamida de ácido lisérgico).

Este narrador va a conseguir meterse hasta los huesos de sus sensaciones para que el lector se acerque a lo que ellos experimentan. El viaje dura aproximadamente 9 horas, pero estas horas no siguen al tiempo cronológico, están desordenadas de acuerdo con el tiempo sin tiempo del viaje: las ocho de la noche, las dos de la tarde, las seis de la tarde, la una de la tarde, las tres de la tarde, las cinco de la tarde, las cuatro de la tarde, las siete de la noche, las nueve de la noche, las diez de la noche. Si hubiera capítulos, podríamos decir que cada hora es un capítulo, cada hora expresa una perspectiva distinta, cada hora es una visión diferente del mundo, una manera de percibir, una atmósfera, una metafísica.

En el corazón de este viaje no existe el absurdo; un abanico de sinestesias nos hace mezclar los sentidos –el gusto, el olfato, el tacto– con las sensaciones: oler los colores, escuchar las manos, percibir el color naranja en el viento, oler la mentira, escuchar la música de unos ojos.

Nuestros códigos morales se diluyen, no hay ni bien ni mal, sólo la revelación de la palabra que expresa el misterio de todas las voces, sin decirnos nada, diciéndolo todo.

“Buscamos una conversación infinita –nos dice Martín, el guía de los viajeros– donde la comunicación no existe, pues el interlocutor es el viaje.” Hay que saber que a Martín “lo llamaron profeta o soñador de sueños”. Martín pertenece a la naturaleza que permite ser el otro, y en lo más hondo de su ser anhela el cambio.

El ácido va ejerciendo sus múltiples efectos, los va llevando al centro del olvido, donde es posible comunicarse con la nieve, soñar con una tina, soñar con ser japonés. En la profundidad del viaje se escucha la palabra desposeída que habla a través de cada una de las cosas. Allí la oscuridad es sólo la ausencia de luz.

Durante el viaje, el delirio empieza a debilitar a la razón: todo está en desorden; cuando se trata de ordenar algo, el caleidoscopio da vueltas y no es fácil regresar a la primera figura. En realidad, todo es parte de un mismo diálogo, del mismo acorde, que sólo se puede percibir profundamente cuando los sentidos se confunden unos con otros.

El camino hace escala en una serie de enumeraciones dispares: la forma de los caligramas, la florería, el taxi, el gordo, el Austin, la secretaria, Ana, la orina, ella, los aguacates, los tulipanes, los hoyos, la metodista, los maniquíes, los hombres de bata blanca, el carnicero, el sol, las monedas, una motocicleta, un arco iris que se forma cada vez que cierran los ojos. Sólo en el caos de la disparidad se puede llegar a sentir la totalidad. En el banquete de las conclusiones podemos comenzar por esta última premisa.

El viaje desorganiza las cajitas archivadoras de memoria y produce en los viajeros la sensación de dolor en la mente, en el pensamiento, porque uno de los riesgos que de antemano se corrían era caer y hundirse en un profundo dolor.

Los lectores nos dejamos ir en una narrativa que no exige la comprensión racional de lo que narra, nos metemos en esos escenarios que construye la mente con sus propias alas, instantes que pueden parecer siglos o siglos que encuentran su razón en un instante. Se pierde la noción del tiempo: en un segundo cabe la eternidad, mañana es hoy; en un compás caben todas las notas del mundo. Este segundo se transforma en un instante gigantesco donde se escuchan todas las voces. Llega el olor indescifrable, la tierra vieja de las monedas, y se pueden escuchar los pensamientos silenciosos del otro.

En la sangre de este viaje está inscrita una revolución, un deseo de transformar el mundo, que sigue viajando en la nostalgia. Para crear algo nuevo es necesario romper violentamente con lo establecido, no por vías pacíficas sino con hechos materiales. La sabiduría del viaje entraña una revelación: cuando se olvidan los valores y las creencias, se puede empezar a creer en la materia, en su grado de desarrollo y movimiento constante, se puede creer en el cambio biológico, en las revoluciones biológicas. Llegamos a otra conclusión: somos un puñado de células juntas y en movimiento. Todo es parte del proceso, incluso nuestra voluntad de acelerarlo o de cambiarlo.

De pronto, a la distancia se escucha el piano de Erik Satie. Martín declara que él es la esencia de todos los hombres y Ana la esencia de todas las mujeres. “Ana mueve las manos a los lados, y cada dedo se empieza a mover al ritmo de una música oriental que sólo ella parece escuchar. Sus ojos se han cerrado y su cuerpo va siguiendo el ritmo de sus memorias. Acaricia el aire, son los vacíos que los objetos crean lo que ahora le interesa.”

Roberto se desploma, dialoga con el espejo, cae en la trampa feroz de la autocrítica profunda y negativa, de una autocrítica con la que cargamos quienes pertenecemos a la generación de los años sesenta. Hay que cambiar el mundo, hay que descubrir al hombre nuevo, hay que irse a la guerrilla; y si no lo hacemos somos la escoria del planeta.

El viaje busca la unidad para encontrar la percepción plena del mundo, que solamente el arte consigue dibujar. En el olvido del viaje se escuchan las resonancias de George Harrison tocando la cítara, Andy Warhol expresando la monotonía industrial, Cézanne borrando los contornos que dividen el mundo, Picasso dibujando todas las perspectivas posibles, Bob Dylan cantándole al alma del viento, los Beatles declarando que todo lo que necesitas es amor.

En el décimo capítulo, que corresponde a las diez de la noche, se dibuja el final del viaje con un discurso delirante a tres columnas, que va a derivar en caligramas de hechura azarosa, recordándonos los últimos cantos de Altazor,un poema de Apolinaire o algún capítulo de Rayuela; se trata de un despliegue de toda la sustancia poética y material, en toda la extensión y profundidad que sólo puede expresarse cuando la palabra pierde su lastre racional, cuando los sentidos se confunden o se exacerban hasta dilatarse en el territorio de los sueños, cuando la música se libera de sus ataduras tonales, en un viaje de ácido que expresa una visón del mundo, o muchas visiones del mundo, donde la inteligencia se manifiesta en toda la riqueza del delirio que va mucho más allá de la razón.

La década de los 60 está retratada en estas 174 páginas; ahí están los momentos que definen a nuestra generación, las inquietudes políticas, la búsqueda de lo que somos, aquella necesidad de llegar al centro de uno mismo, de romper con los cánones establecidos.

“Uno se sale de uno para verse viendo”, nos dice Margarita en el primero de sus epígrafes, y aquí recuerdo de memoria uno de sus primeros poemas: “Cuando la vida llega y toca mis momentos más solos es cuando dejo la piel que me atormenta, para salirme en agua, salirme en aliento y espiarme desde lejos”.

Mi hijo Juan Manuel me dice: “Las palabras de Margarita nos van llevando hacia el territorio delirante, nos transportan a la sabiduría de la embriaguez que evoca los misterios dionisiacos, en que las ménades consumían el cornezuelo de centeno (precursor del LSD) para entrar en plena comunión con la naturaleza, para encontrar el olvido de sí”.

Para Margarita Dalton no hay imposibles, lo establecido sale a jugar con el atrevimiento, la ventana de lo posible abre sus contras y deja entrar sus alas de mariposa.

En el afuera se construyen ideales, se bebe el agua del perdón y se siembra la semilla prohibida.

Picaporte de estrellas, El Vergel. Ahí estamos en aquella estancia, sentadas en el suelo con el Tarot definiendo caminos y descubriendo encuentros y desencuentros.

Pienso que hoy aquí estamos ante un acontecimiento poético y sorprendente. Este libro ha caminado solo durante 54 años. Se terminó de escribir en el año de 1967 y ha estado frente a nosotros en el librero del olvido.

Pero el alma creativa que lo dio a luz imprimió en esta historia una fortaleza que traspasó la frontera de más de medio siglo, ni su fuerza ni su vigencia han decaído. Mágicamente se planta ante los nuevos lectores con el eco de la voz de aquella joven Margarita Dalton –entre guerrillera y hippi– que armó este testimonio con el arte de leer el futuro. Todo el tiempo es hoy, este libro es una prueba contundente. “Pronto voy a llegar, donde el ayer, el hoy y el mañana SON UNO EN UN DESPERTAR”.

Gracias, Margarita, por un regalo más de tu hermosísima vida.

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