Tres escritores que recomendaría hasta el fin del mundo

Vivian Gornick hasta arriba de la lista. Vivian que se mira a sí misma y te permite asomarte. Abres el texto y la autora te engulle hacia adentro de su cabeza, país de voces. Leerla es recorrer un pasillo de habitaciones interconectadas y con espejos en el techo. Ella te conduce por sus pensamientos que son ficción y realidad, como cualquier historia. Es la maestra de la introspección y al mismo tiempo una lectora cuidadosa de las sutilezas del comportamiento humano. Vivian en su relación con el otro, con la otra, con la que ella misma ha sido y con las mujeres que la precedieron. Más que inventar, retrata. Los personajes parecen brotar, autónomos, con sus detalles bien puestos. Vivian en la ciudad: el arte de nombrarlo todo hasta apropiárselo y hacer del mundo entero la casa. Vivian en movimiento, siempre en movimiento. Caminar y hablar. Esa es la literatura con la que sueño: una conversación interminable. Vivian y la escritura personal. Lo doméstico se vuelve público, y más: se vuelve político. Y todo, con la ligereza de quien voltea un calcetín.

María Elena Walsh, cronista del sinsentido. En mi gabinete personal de maravillas, cada cajoncito encierra alguna de sus fantasías extravagantes. Es como si María Elena, confinada a un espacio reducido, hubiera tenido que fabricarse un universo sin límites, hacia adentro. Un lugar delirante, de la mayor insensatez. ¡Disparatado, mil veces absurdo! Y sin embargo, nunca tan absurdo como el mundo real.

Dejó de componer en 1978, asfixiada por la censura. A menudo pienso en esta imagen: la junta militar argentina deliberando si las canciones y poemas de María Elena eran aptas o no. Es que la naranja se pasea de la sala al comedor. ¡De la sala al comedor! Descocada sexy de porquería, ¿qué se ha creído?

Roberto Bolaño y el hígado que le quedamos a deber.

Pienso en la parte de los crímenes de 2666. Tal vez muchos, como yo, al llegar a este punto de la novela, o de las novelas, se preguntarán si era necesario dedicar 300 páginas a enlistar los feminicidios de Santa Teresa. ¿Se justifica la maraña de reportes periodísticos mórbidos y dolorosos? ¿Por qué apretar una llaga que sigue abierta?

Creo que justo ahí radica el valor, miento, uno de los valores del libro cuarto. Roberto hace lo que, por desgracia, no hemos hecho todos: darle a cada una de las víctimas su lugar. Nombre, identidad, descripción física (si lo permite la descomposición del cuerpo), oficio, vida familiar, causa de muerte. Hasta los casos archivados en expedito Bolaño los narra con precisión y tomándose su tiempo. Encuentra en todos alguna peculiaridad. Acostumbra al lector a los crímenes, como los mexicanos nos acostumbramos en la vida real a las desapariciones. Y en medio de tanta violencia naturalizada nos grita Hey, esta no es una muerta más, esta es Adela, es María, es Joaquina, es Eustaquia, mira, esta es su hermana, aquí están sus hijos, aquellos viejos que lloran y que desde hace dos semanas se plantan a hacer preguntas en la comisaría son sus padres.

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