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Se trata del amor
Fernando del Collado comment 0 Comentarios

El asunto de este diálogo es el amor.

Portento, ¿no? Es la frase que se me grabó en la memoria cuando acudí a la colección Austral para leer los célebres Diálogos de Platón. Había acudido a Platón, a sus Diálogos y en especial al titulado El Banquete, porque me habían dicho que la palabra “uranista, acuñada por el histórico jurista alemán Karl Heinrich Ulrichs, en 1864, la sustrajo de Afrodita Urania quien, en El Banquete, presidió los amores “celestes y espirituales”; es decir, entre hombres.

Desde entonces suelo recordar esa frase al ir en pos de ese asunto amoroso: el diálogo.

Y le he encontrado algo más de gusto…

Por ejemplo, en la Muerte en Venecia, de Thomas Mann, igual le seguí los pasos a Tadzio por las callejuelas, plazas y esos recovecos enigmáticos de la bella ciudad italiana. A Tadzio lo seguí con la mirada del adulto varón Gustav von Aschenbach. Dialogando juntos. Maravillándonos de la insultante lozanía de ese adolescente, impúdico, inalcanzable. Y nos entristecimos juntos, frente al mar. Derrotados por el tiempo. Sí. Ahí, con el varón Aschenbach en ese adiós, definitivo, ya sin vuelta atrás a la juventud. Me detuve con él, aprisionado del pecho, sofocado. Quizá con el mismo cruento y amargo suspiro con el que Paul Auster en 4 3 2 1 exclamó, vencido, que la juventud es bella por sí misma.

Entendí que esos diálogos son asuntos del amor.

Pero igual lo volví a palpar con el profesor Javier Lavalle, ese solitario y atormentado provinciano llegado a la Ciudad de México en los años cincuenta del siglo pasado y que fuera dibujado sin contemplaciones en Después de todo, de José Ceballos Maldonado. Ese profesor Lavalle, temeroso de sí, avergonzado de sí, que deambulaba por las calles de la colonia Juárez, todas las noches, a la caza de cuerpos febriles o de abrazos ya fueran fortuitos o comprados. Se trató de un diálogo hoy inextricable con esa generación, herencia de otras miles de generaciones: todas encerradas con sus miedos en armarios.

Otro soliloquio lo tuve con el desparpajado Adonis en El vampiro de la colonia Roma, de Luis Zapata. Impetuoso, bragado, decidido. Lo alcancé hasta la esquina de Insurgentes con Baja California para el encuentro. Sonriente, pícaro, en la entrada del centro comercial Las Américas. Fue el inicio de otro diálogo, contrastante. Si José Ceballos Maldonado coloca en el centro de su relato la figura de un maestro pedófilo, Luis Zapata consolida la figura de un adolescente prostituto. Si en Después de todo la trama refiere a la culpabilidad de la condición homosexual, en El vampiro de la colonia Roma esa condición ya no es motivo de culpa o vergüenza.



Debió haber sido en noviembre del 2001 que me topé con Harold Brodkey. Ahora lo recuerdo con más claridad por la intensidad del viento helado que traspasó por el ventanal de mi departamento el día 22. Jueves. Sí, ahora caigo. El recuerdo es exacto y tan imborrable en mi memoria como la frase que resume el Banquete en Platón.

Al maduro Harold le agradecí su sinceridad en medio de un tiempo de histerias, ruidos y más estridencias de odio y prejuicio. Todavía se lo agradezco. Dotó al diálogo de una fortaleza de acero. Inquebrantable para seguir resistiendo. Recuerdo que ni siquiera pidió explicaciones, ni gratificaciones ni menos aún, salvación. Harold, tan duro como su propia piel. En su sinceridad hasta me pareció que se reía de mí y todos. Algo sí que advirtió en Esta salvaje oscuridad, y es lo poco fructífero y el sinsentido “de dejar la memoria en manos y bocas ajenas”. Quizá sea verdad, Harold.

En todo caso, el asunto de ese diálogo, volvía a caer en la cuenta, es el amor.

También es verdad que algo parecido me había sucedido con Hervé Guibert, el ansioso fotógrafo y amante de Michel Foucault, quien se mantuvo vigilante hasta el final como un animal desbocado contra reloj, documentando, exhibiendo, rastreando hasta el más mínimo proceso de la seropositividad. Como aquella descripción de su viaje a México, en 1983, “del absceso en la garganta y los ganglios de Jules”. Como en su puntual, descarnado, cruento y tierno diario ofrecido Al amigo que no me salvó la vida.

Hervé Guibert, 1985. Fotografía por Louis Monier.Gamma-Rapho. Getty Images.

Apenas hace dos años, de la mano de Philippe Sands, en ese portento de libro llamado Calle Este-Oeste me permití husmear y maravillarme de su pasado. O mejor dicho, de los rastros dejados por su abuelo León en esos años irracionales del nazismo, del odio a los judíos y la saña contra los otros. Paso a paso. Huella tras huella. Amorosamente rastreando dato con dato, Sands me reventó en la cara una herencia tan rica como diversa. Y miré este presente. Me volvió a mí. Y recapitulé que todos estos acercamientos, en cada una de las lecturas, no ha sido otra cosa más que estar deliberando con lo diverso. Con uno mismo.

Y concluí que el asunto de estos diálogos es el amor.

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