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Roberto Musil
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Pertenecía a una distinguida familia de la alta burguesía, de la que habían salido eruditos, funcionarios y militares: hijo único, e inclinado por su padre (profesor de Mecánica aplicada en el Politécnico de Klagenfurt, consejero áulico y honrado con título nobiliario) a la carrera militar en la Academia de Mährisch-Weisskirchen, pronto se reveló en Musil una fuerte vocación científica.
La primera novela, Las tribulaciones del estudiante Törless, que hizo súbitamente célebre a Musil en los países de habla alemana, constituye un claro y despiadado análisis de la miseria moral y sentimental de una juventud para la que la educación cristiana no representa ya un fondeadero seguro o un sólido punto de apoyo.
Los cinco cuentos, los únicos escritos por Musil y reunidos en los dos volúmenes Las uniones y Tres mujeres, extienden la investigación al mundo de los adultos y a la vida conyugal. Su obra más conocida es El hombre sin atributos.

El individuo despierto de hoy, el que no duerme algún sueño dogmático, tras el despabilo nihilista de hace un siglo sigue sin identidad, sin condición y sin patria, porque ha perdido el paraíso que nunca existió o una esencia que nunca tuvo. Sigue y seguirá vacío, sin atributos, propiedades o cualidades en que fundar con sus semejantes un nuevo orden, digamos posmoderno. Sospechando que ya no es posible ni deseable establecer ninguno al uso. Como Musil, que siente el resquemor del vacío sólo como una añoranza mística de ‘otro estado’ de verdad, de ‘una nueva moral’. Provisional siempre y más allá de todas. Porque las que hay y ha habido son peligrosas. Los dioses, los credos de cualquier tipo, los atributos de orden del hombre, degeneran por lo común en una belicosidad infame. ‘Hasta ahora la moral era estática. Carácter estable, ley establecida, ideales. En el presente, moral dinámica’. Así sería la ley fundamental de esa ‘otra condición’, no dogmática, no cualitativa, no instalada, no ilusoria, no irracionalmente agresiva, y parece que imposible, del hombre. […] (Isidoro Reguera, El País, 2001)

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