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Recordando a Coetzee…
Carlos Priego Vargas comment 0 Comentarios

Hace veinte años se entregó el Premio Nobel de Literatura al sudafricano nacionalizado australiano John Maxwell Coetzee. Épica, jocosa, extrvagante y erudita, así es la obra del autor que aquí evocamos

Entre mis caminatas matutinas, este invierno mexicano que parece no despedirse nunca del frío, la memoria me devuelve, de pronto, largos pasajes de las preocupaciones tan variopintas, como fieles a sus obsesiones literarias, de John Maxwell Coetzee que leí hace varios años. ¿Donde estuvieron almacenados todo este tiempo? ¡En el inconsciente!, grita Freud a lo lejos con una taza de café en mano. En algún momento de la vida leí mucho al autor de Juventud y Costas extrañas, incitado por un profesor de teorías del discurso de la universidad que alternaba postulados de Émile Benveniste y Teun Van Dijk con comentarios de las novelas del sudafricano. No volví a leer a John Maxwell hasta pasada la primera década del dos mil cuando el afecto con un amigo, que estaba haciendo su tesis sobre Esperando a los bárbaros, me resucitó la curiosidad por aquellos libros. Eran fecundos los sábados universitarios que combinaban la Facultad de Ciencias Políticas, las librerías de viejo del sur de la ciudad y largas pláticas sobre la censura. Es verdad, también, que me interesé por la no ficción de Coetzee en 2003, cuando Carlos Fuentes (pero puede que la memoria me falle un poco) organizó una serie de conferencias titulada Geografía de la novela, en el Colegio Nacional. John Maxwell fue invitado —y esa fue una de las dos veces que visitó México—, ahí descubrí que es un magnífico orador a la hora de contar historias y no es menos riguroso cuando se enfrenta al ensayo, donde adquiere matices polémicos y radicales, y es tan sagaz que cuando uno se sumerge en sus libros, debe mantener los cinco sentidos alerta y una conciencia movilizada para no ser seducido por las elegantes estrategias de presdigitador con las que presenta y defiende sus hipotésis. Digo que es un magnífico contador por que en su novelas revela siempre datos de una investigación personal, es ameno, estimulante, lleno de anécdotas y chistes y comentarios de actualidad que convierten sus obras en una cosa viva, en un ascua intelectual. Recuerdo que después de las clases de aquél pedagogo salíamos corriendo a la biblioteca para leer los libros que había comentado. Hombre lento (Random House, 2016) fue la obra del que más pasajes memoricé en aquellos años de lecturas frenéticas. El personaje que más amé, por años, es Paul Rayment, un fotógrafo retirado de sesenta años que tras un accidente en bicicleta pierde una pierna y se enfrenta a la edad y a la soledad forzada. En general la historia es una interesante reflexión sobre el amor y la conexión entre la mente y el cuerpo, pero tiene un truco escondido bajo la manga, mientras se recupera, Rayment comienza a reflexionar sobre su vida la cual considera desperdiciada. La tristeza se disipa con la llegada de la enérgica, eficiente, y varios años menor, Marijana Jokic, su enfermera de origen croata, de quien se enamora perdidamente. La astucia del laureado fabulador (dos Premio Booker, por Vida y Época de Michael K y Desgracia, además de Premio Nobel de Literatura en 2003) es introducir a Elizabeth Costello, heroína homónima de la novela de Coetzee de 2003. Mientras el protagonista de la novela busca el modo de conquistar a Marijana Costello desafía a Paul a retomar las riendas de su vida con agudos comentarios y puntos de vista hechos por el propio Coetzee pero disfrazados en el personaje de ficción.

Recuerdo una discusión acalorada, en el Salón Madrid, con unos amigos que tuvieron una suerte de revista literaria en la que publicaron una reseña mezquina y ferozmente injusta, burlándose de la correspondencia entre Paul Auster y Coetzee publicada en Aquí y ahora. Cartas 2008-2011 (Random House, 2019). Según cuenta la historia, después de reunirse en febrero de 2008, Coetzee le sugirió a Auster que comenzaran a intercambiar cartas. En el transcurso de este curioso intercambio epistolar, que comienza con una meditación sobre la idea de ese tipo de amistad atenta, ambos escritores se declaran tecnófobos, lo más cerca que suelen estar de la era digital es la máquina de fax. De fax en fax van desgranado sus asombros, ambos confían en la apariencia de la palabra escrita en el papel, en el pequeño rechinar de la pluma y la tinta, y parecen escribir con nostalgia de ese florecimiento íntimo en mente; por lo menos, cada una de estas misivas, con su facilidad retórica, es un pequeño acto de desafío contra los emojis. Como era de esperar, aquella exaltación de “los placeres de la competición”—como el premio nobel la llamaría—nos convenció a todos de que competir supone un “estado de posesión” en el que la mente se ofusca”, citando de nuevo al escritor. ¿Empate técnico entre los defensores de las cartas entre los dos escritores? Para nada. Ambos novelistas, personas cultivadas y sofisticadas, ofrecen un interesante artefacto que se aleja de las polémicas y de la sobreactuación ideologica y se ubica más cerca de convertirse en una corresponencia apetitosa

Como a mí, a muchos estudiantes de aquel entonces nos atraía la mitología de Robinson Crusoe, sobre todo esa mescolanza revisada, y revitalizada, por Michel Tournier en Viernes o los limbos del Pacífico, en la que el francés intenta asimilar la conducta humana fuera de un entorno de civilización tradicional. Imaginativa y ricamente orquestada, el autor de Diario de un Mal Año, también se unió a aquel debate revisionista y entre la última y penultima década del siglo pasado firmó Foe (Random House, 2014), una variante del inmortal Robinson Crusoe y una compleja parábola del arte y la vida. Con los ojos puestos en la inglesa Susan Barton, abandonada por unos amotinados portugueses, recorre la remota isla ocupada por otro náufrago llamado Cruso (sic) y su hombre Viernes. Ella vive en la desolada isla rocosa durante más de un año antes de que sean rescatados por un barco inglés. En verdad, lo que el sudafricano hizo es una pequeña y enigmática obra de arte.

En todo mi recorrido esta mañana recité en voz baja: “el destino reparte cartas y tú juegas la mano que te ha tocado. No gimoteas, no te quejas”, una de las frases que atesoro de Hombre lento que comienza con aquella descripción deslumbrante de un accidente: “el impacto le alcanza por derecha, brusco y sorprendente y doloroso, como una descarga eléctrica, y le hace salir disparado de la bicicleta. ‘¡Tranquilo!’, se dice así mismo mientras vuela por los aires (¡vuela por los aires sin ninguna dificultad!) y, en efecto, nota que los miembros se le relajan obedientemente. ‘Como un gato’ —se dice así mismo— rueda por el suelo y luego se pone de pie de un salto… ”. Si cedo un poco el paso, alcanzaré a recordar todo el comienzo de la novela.

Carlos Fuentes contaba en aquellas conferencias que la palabra de Coetzee es dura y bella, implacable y tierna. Unos meses más tarde, celebró con júbilo el “justísimo” Premio Nobel de Literatura otorgado al escritor en 2003. No creo que, un quinto de siglo despúes, John Maxwell Coetzee tenga menos lectores ahora, ni siquiera que no se encuentren sus libros en las librerías nacionales. Este admirado escritor, tramador de una delicada red de contrastes, de estilos, maestro del azar y del caos, estoy seguro, lo siguen leyendo y estudiando en cada rincón del mundo y cada día gana lectores que terminan apasionados con sus libros como yo en el vasto mundo de la literatura. Y me parece que escucho de la voz del escritor, allá donde se encuentre, aquella frase que aparece en Foe: “cada día que pasa nuestros recuerdos se hacen más inciertos, como la estatua de mármol que desgastada por la lluvia ni siquiera deja adivinar la forma que la mano del escultor le dio”, muchas cosas pueden pasarnos en esta vida, pero, desde luego, el olvido no es una de ellas. Si hoy tuviera que elegir algunas obras para comenzar a leer a John Maxwell, no dudaría ni un segundo en convocar las que aparecen más arriba, ninguna está olvidada, todas ellas sobrevivieron el paso del tiempo y siguen presentes en mi recuerdo, ya olvidé muchas cosas y cada día que pase olvidaré más, pero el recuerdo de aquellas novelas parece poner de relieve el infinito valor que atribuimos a las lecturas cuando somos jovénes.

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