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Realidad y ficción
Lola Ancira comment 0 Comentarios

Ursula K. Le Guin, en su ensayo “Hechos y/o/más ficción”,[1] afirma que, en esencia, toda la literatura se puede dividir en ficción y no ficción. Más allá de establecer limitantes genéricas para las obras literarias, la autora aboga por la transgresión, habla del desdibujamiento de definiciones y la mezcla de modalidades.

Hay una categoría particular a la que se inscriben tanto obras clásicas como contemporáneas: la ficción basada en hechos reales, vinculada íntimamente con la autobiografía y ese primer personaje que es el yo[2]. Más allá de las distintas categorías un tanto difusas con las que se puede etiquetar una obra de no ficción[3], éstas suelen ser más aceptadas por su vínculo directo con la realidad, pues no despiertan la desconfianza o suspicacia que podría incitar una obra de ficción en el lector. Un género afín es el de la autoficción, que surge en los ochenta y cuyo núcleo es la escritura del yo[4], donde sobresalen memorias, autobiografías, diarios y cartas. Lo íntimo cobra importancia y exige una voz propia que apuesta por la sinceridad y lo verídico, transformando la forma hegemónica de narrar. Apegos feroces (2017) y La mujer singular y la Ciudad (2018), de Vivian Gornick; Infancia (1997) y Juventud (2002), de J. M. Coetzee; París no se acaba nunca (2003), de Enrique Vila-Matas; Canción de tumba (2011), de Julián Herbert; Cambiar de idea, de Aixa de la Cruz; o Reina (2020), de Elizabeth Duval, son excelentes ejemplos. Mención aparte merece Marta Sanz con Una lección de anatomía (2008), donde reflexiona en torno a la forma en que las escritoras abordan el tema de la autoficción.

En cuanto a las obras basadas en hechos reales, un recorrido general inicia en el siglo XVIII con la novela Robinson Crusoe (1719), de Daniel Defoe, quien se inspiró en Alexander Selkirk un marino escocés abandonado en una isla del Pacífico— para crear a su popular marinero. En el siglo XIX, Alejandro Dumas publicó El conde de Montecristo (1846), protagonizada por Edmundo Dantés, personaje basado en la vida de su propio padre. Ya en el siglo XX, dos de las más populares son A sangre fría (1966), de Truman Capote, historia del terrible asesinato de la familia Clutter en Kansas durante 1959 —tanto desde la perspectiva de las víctimas como de los victimarios—; y La canción del verdugo (1979), novela sobre los últimos años de vida del asesino Gary Gilmore hasta su ejecución y que le valió el premio Pulitzer a Norman Mailer. En 1994 aparece En el tiempo de las mariposas, de Julia Álvarez: la historia de las hermanas Mirabal, tres mujeres dominicanas asesinadas en 1960 por confrontar la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo.

Actualmente destacan La niña de la calle (2006), de Virtu Morón y la propia Kaoutar Haik, quien, en Marruecos, fue obligada a casarse a los doce años con un hombre mucho mayor y al que no conocía. De vidas ajenas (2011), de Emmanuel Carrère, parte de haber atestiguado dos muertes trágicas: la de un hijo y la de una madre joven. Nadie más que tú (2018), de Rupert Thompson, narra la historia de Marcel Moore y Claude Cahun, dos artistas judías que se rebelaron durante la Alemania nazi contra la heteronormatividad. Por una línea muy similar, y publicada el mismo año, está El tatuador de Auschwitz, de Heather Morris, la historia de una pareja de judíos, Lale y Gita Sokolov, que se enamoran en pleno Holocausto.

En otra línea están Por qué volvías cada verano (2018), de Belén López Peiró, novela autobiográfica que surge como denuncia contra el abuso brutal por parte de un familiar; y dos de las obras más recientes en torno a distintos hospitales psiquiátricos: La madre de Frankenstein (2020), de Almudena Grandes, que se desarrolla durante los 50, durante la dictadura de Franco en España, y cuyo escenario es el manicomio de Ciempozuelos para mujeres; su protagonista es Aurora Rodríguez Carballeira, mítica parricida. La otra es El baile de las locas (2021), primera novela de Victoria Mas, llevada al cine el mismo año. Ambientada en el París de 1885, la historia se desarrolla en el pabellón femenino de uno de los hospitales más importantes, La Salpêtrière, y muestra la sororidad como la única luz entre lo terrible. Esta solidaridad entre extrañas que terminan por crear vínculos íntimos surge de la empatía, de la capacidad para comprender las emociones del otro al reconocerlo como un igual. La bondad sería el siguiente eslabón lógico de esta cadena.

Un ejemplo perfecto está en la novela corta La dama de la furgoneta (1990), de Alan Bennett, historia —previamente publicada como ensayo— sobre Margaret Mary Fairchild, quien, antes de padecer una enfermedad mental que la llevó a la indigencia, fuera concertista de piano y monja. Margaret convirtió una furgoneta en su hogar y, por invitación de Bennett, se instaló durante casi dos décadas, hasta su muerte, en la angosta cochera del autor. La obra transcurre en los setenta: el dramaturgo describe su relación con esta mujer malhumorada, poco aseada e ingrata. La amistad que finalmente germina entre ellos, personas por completo opuestas, es una magnífica muestra de que tenderle una mano —e incluso nuestro propio espacio— a alguien necesitado, puede resultar benéfico para ambos. En palabras de Rosa Montero, Bennett “consigue celebrar la dignidad absoluta y esencial de una vida aparentemente indigna”. Su adaptación a la pantalla grande en 2015 es igual de entrañable.

Esta bondad hacia los extraños es el eje de La banalidad de los hombres crueles (2022), la novela más reciente de la autora veracruzana Norma Lazo, publicada por Lumen. Con un hilo fino pero resistente, Lazo entreteje tres tramas como telas de araña que mantienen la tensión individual y a la vez construyen una misma atmósfera inicial de desasosiego en la que, a ratos, surgen grietas por las que se puede atisbar un resquicio de salvación para los protagonistas. Estas fisuras, además, son hechas por otros seres humanos que, al igual que Bennett, ofrecen una mano, un espacio, su afecto; acogen y cobijan en distintas formas, o en la única manera en que pueden —y saben— hacerlo. Dedicada “A los cariños de mi hermano mayor”, al duelo eterno por un hermano, comienza tocando con cuidado las fibras más sensibles para irrumpir luego con fuerza, incluso dolorosamente. Es un diálogo crítico con la realidad de distintas experiencias aciagas.

La novela inicia con la historia en decadencia del antes elogiado cineasta Akimitsu Yoshikawa, en Tokio, en el invierno de 1971. El siguiente capítulo presenta la historia de la viuda del capitán Alekséi Nikoláyev, Ekaterina, quien está presa en Vladivostok, acusada de espionaje y esperando su sentencia, durante el invierno de 1938. Por último, se presenta la tercera trama, protagonizada por el estudiante de maestría Takumi Kobayashi en otro invierno del mismo Vladivostok, ahora en 2019, historia vinculada directamente con el México feminicida contemporáneo. Las tres tramas están marcadas, condenadas por tiranías crueles que persiguen y condenan, y se conectan por vasos comunicantes sutiles mas significativos. Mediante retrospectivas, conocemos el pasado de los tres protagonistas, lo que ayuda a configurarlos psicológicamente como personajes completos, redondos y profundos. Una de las premisas de Lazo es que en todo ser humano reside tanto la semilla de la maldad como la de la bondad, y distintas situaciones harán germinar una u otra.

Los retratos del estalinismo y de oriente de décadas anteriores resultan tan verosímiles como el de la realidad mexicana actual. Los contextos históricos sobresalen por la intimidad con que son tratados. Tanto Yoshikawa como Ekaterina y Takumi son víctimas de su tiempo y circunstancias, sufren pérdidas tremendas que aprenden a sobrellevar gracias a quienes tratan de comprender —y al mismo tiempo cargar con— su dolor. A la vez, buscan trascender la muerte: la han sufrido y palpado en su propia familia nuclear. Además, se trata de muertes incomprensibles, imprevistas. En los tres casos, los protagonistas, cuyo desconsuelo es un grito mudo de ayuda,  encuentran una compasión casi dolorosa en tres personajes muy disímiles: redentores en quienes “cada acto ordinario toma la importancia de una proeza histórica”. Para esta triada de personajes igual de “rotos, tristes y hechos cascajo”, “la vida es un continuo estarse despidiendo”.

Lazo, estudiosa del cine japonés y la literatura rusa, escribió esta novela como un homenaje a Akira Kurosawa, a Margarita Arsényeva y Vladimir Arséniev, y a las víctimas de la violencia de género en México. Además, basándose en la teoría de Hannah Arendt[5], para quien el mal resulta de actos cometidos por personas normales en situaciones anormales, Lazo desarrolló su propia teoría sobre la banalidad del mal y los eventos específicos que pueden orillar a un ser humano a cometer una atrocidad.

La intertextualidad con Farabeuf (1965), novela emblemática de Salvador Elizondo, resulta clave: el suplicio chino de la muerte por mil cortes, retratado en una fotografía a blanco y negro —no por ello menos impactante y terrible— que inspiró la obra, no es más que una remembranza de la brutalidad y ferocidad de las que puede ser capaz el ser humano. En un juego de espejos, Lazo empata esta tortura arcaica con los delitos de odio contemporáneos.

Los temas principales de La banalidad… son la muerte y el duelo, la “crueldad sin sentido”, que es una “animalidad sin velo”, y “la amistad que sólo acontece”, tan inesperada como salvadora. La depresión, el suicidio, la migración, el machismo y la misoginia, el reconocimiento del dolor ajeno, la necesidad del vínculo y la orfandad de los hermanos mayores son satélites que gravitan a su alrededor. Esta habilidad impresionante de Lazo para conjugar imaginación y realidad, interpretando y reinterpretando hechos, da como resultado una conexión brillante entre sucesos aparentemente aislados que terminan por relacionarse de forma admirable y traer al presente un pasado que nos sigue configurando.


[1] Contar es escuchar (2018).

[2] Narrador protagonista por antonomasia de un mundo propio cuya finalidad es mostrarse al otro.

[3] Desde las memorias, la autobiografía y la biografía, entre otras, hasta la novela.

[4] Que igualmente utiliza las herramientas de la ficción, pues, en palabras de W. S. Di Piero, “recordar es un acto de la imaginación. Cualquier relato de nuestra experiencia es una reinvención del yo. Aun cuando creamos que estamos relatando exactamente los sucesos, lugares y personas del pasado, en la secuencia correspondiente, estamos teatralizando el yo y su mundo”. En cuanto a la literatura de ficción, ocurre algo similar: la intimidad logra colarse en mayor o menor medida.

[5] Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal (1963).

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