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Olvidarás el fuego - Presentación
Tamara Trottner comment 0 Comentarios

“Te olvidarán, Joseph Lumbroso. Olvidarán tu secreto, tu historia, el canto de tu palabra. Pasarán los siglos y olvidarán el fuego, la luz inicial que alumbró. Olvidarán al joven que custodió la llama.”

La memoria se pierde hasta que alguien decide recordar. Cuando el recuerdo se hace a través de la palabra escrita, éste permanece y será difícil volverlo a enterrar. Cuando la pluma pertenece a una enorme escritora, esa memoria se vuelve arte y es entonces cuando ilumina el trayecto de todos aquellos que llegamos después. Que llegamos tanteando la oscuridad, buscando una luz. Entonces el fuego olvidado renace.

Las grandes plumas empiezan a escribir mucho antes de apretar la primera tecla o poner la primera palabra en el papel. La escritura comienza cuando surge el asombro.

El asombro es a lo más elevado que puede llegar el hombre, dijo Goethe. Una vez ahí, lo que ocurra será arte, digo yo. Lo digo más convencida ahora que he leído a Gabriela Riveros.

Y es que la novela histórica generalmente relata eventos de otros tiempos, de otras personas. Las historias que trascienden son las que nos calan fuerte, las que nos penetran entre capitulo y capitulo y cuando nos damos cuenta ya estamos embebidos en un huracán personal. Porque cuando queman a uno, nos invade el olor abrasado de otros muertos más cercanos. Aquellos que aparecen arrojados en terrenos baldíos. Aparecen hoy y por desgracia, también mañana. Olvidarás el fuego es la historia de Luis de Carvajal “el Mozo”, en 1596 y es también la del siglo XXI, de ayer y hoy: los refugiados de Siria, los ucranianos que buscan escapar de las llamas que devoran su vida, nuestros compatriotas, nuestras mujeres, a veces 43 y cada vez más.

Pasarán los siglos y olvidarán el fuego” escribe Riveros, “la luz inicial que alumbró hombres y mujeres. Olvidarán su calidez y su fuerza. Olvidarán a Joseph Lumbroso, al joven iluminado, dispuesto a morir por custodiar esa llama. Olvidarán que es preciso recordar aquello que fuimos.”

Quien olvida su historia está condenado a repetirla, dijo el poeta y filósofo español Jorge Agustín Nicolás Ruiz de Santayana . Y la historia de los Carvajal es nuestra. Porque ocurrió aquí, en nuestras tierras que seguirán por siempre bañadas de su sangre, de sus cenizas. Porque no, el tiempo no borra todo, no debe borrarlo. El olor de la piel chamuscada de Joseph Lumbroso nos debe alertar en contra del fanatismo, del odio gratuito, del horror que se puede cometer cuando nos deshumanizamos, en especial cuando esta deshumanización es con el permiso del estado.

Y es que a lo largo de la historia los peores asesinatos se han cometido con el consentimiento de la ley. Es más, con la obligación que imponen las leyes. Con la participación de una sociedad a veces asustada, otras enfurecida. Con la mirada esquiva del otro que no quieren ser el torturado, el asesinado, el encarcelado.

La religión, a lo largo de los siglos ha justificado los peores crímenes contra la humanidad. Aquí los tenemos a la vista, aquí, en este gran museo está expuesto el horror de los genocidios en contra de los armenios, el de Ruanda o el causado por la desintegración de Yugoslavia. También el de Guatemala, el de Camboya o el de Darfur. Y, por supuesto, el Holocausto.

Pero no te confundas, esto no es el pasado. Hoy los nuevos inquisidores queman en la leña verde del Facebook o Tweeter. Esta leña abrasa y destruye con la misma facilidad, sin necesidad de tener pruebas o una razón válida. Solo se requiere de un dedo que señale, un odio que acuse.

La palabra, dice Gabriela, siempre la palabra. Y lo repite a lo largo de 642 páginas.

Lo enfatiza porque es con la palabra que se crea el universo y es también con ella que se destruyen tantas vidas.

En el evangelio según san Juan dice:

En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho.

En el Génesis en la Torah está escrito: Dijo Dios: «Sea la luz», y la luz fue.” Primero la palabra.

Y en esta novela ella utiliza la palabra de forma prodigiosa. Lo hace usando su voz y también la de otros personajes entrañables. Nos habla Balthazar quién recuerda, treinta años después, la historia de su familia. Nos narra Justa Méndez, la amada de Joseph, mujer judía y letrada, un personaje asombroso.

“Olvidarás. Olvidarás las historias hasta que de ellos no quede nada, ni cenizas ni palabras para urdir la memoria. Olvidarás el fuego el que los alimentó y los mantuvo fieles a su Dios el que abrasó sus cuerpos. Olvidarás porque la desmemoria es el sino del ser humano”

Gabriela Riveros descubre esta historia y decide no olvidar, decide no pasar la página como habrán hecho miles de personas. Si la desmemoria es el destino del ser humano, entonces ella va a obligarnos a recordar.

Nos lleva de la mano, y nos suelta en medio de callejones que serpentean entre sangre derramada en los calabozos, entre cámaras de tortura, en las sinagogas destruidas, en los cuerpos lacerados. Nos acompaña y después nos deja con las voces que regresan de sus tumbas para relatarnos quiénes fueron los que dieron una y dos y seis vueltas a la manivela del potro con cordel de esparto húmedo, hasta desmembrarlos, hasta que su piel se separó de los huesos. Riveros no nos permite girar el rostro, no nos deja pretender que no vemos, porque cada escena, escrita con maestría, nos convierte en el torturado, y también en el torturador. En una madre que no resiste y acusa a los suyos, porque ya no le quedan fuerzas ni siquiera para ser madre.

El dolor nubla el pensamiento, el frío, el hambre, la sed, las ganas de orinar, el miedo, la culpa. El dolor corporal se apoltrona sobre el ser y no deja lugar para más y ellos lo saben. Uno terminará por hacer lo que ellos quieran”, escribe Riveros, y sus letras escurren el dolor que sintieron aquellos que no pudieron morir a tiempo, que no lograron desfallecer para no tener que confesar lo que les exigían. Acusar a los más cercanos. El amor pierde su fuerza cuando las cuerdas penetran la piel hecha girones.

Joseph Lumbroso muere ante la mirada del Popocatépetl y su amada Iztaccíhuatl. Ellos también lo miran, asombrados al darse cuenta de que las historias se repiten y los hombres olvidan. Se pueden atravesar océanos, y la ambición de unos aún destruye a otros. Es lo mismo aniquilar en náhuatl que en español. La ambición y el fanatismo forman un brebaje venenoso.

Desde el principio de la humanidad existen pueblos que luchan por ser libres. Luchan muchas veces en cautiverio. Lo hacen con la amenaza de muerte y sin embargo luchan.

¿Valdrá la pena?, me cuestioné. Y me dolió mi duda. Mejor no escribas, Joseph. Mejor acepta y reza al mesías que te imponen. Me dolió porque soy judía y hoy puedo serlo gracias a aquellos que decidieron no aceptar, no darse por vencidos. Ellos quisieron borrarlos de la memoria, convertirlos en ceniza para que desaparezcan los que dudan, los que se cuestionan, los que no aceptan dejarse vencer. Y volvieron a luchar cuatrocientos años después, y nuevamente no se dieron por vencidos. Y hoy podemos estar aquí sentados, en un museo que exclama: Nunca Más.

¿Por qué algunos nos empeñamos en contar?” se cuestiona Gabriela Riveros. Porque es tu pluma y tu memoria la que quizás ayude a pavimentar el camino en el que los judíos, los moriscos, los homosexuales, las mujeres, en fin, todos los Joseph Lumbroso del mundo, puedan coexistir en paz.

Qué bueno que te empeñas, querida Gaby, que bueno que tú no olvidas el fuego. Hoy tu mirada se ha hecho nuestra.

Siempre las palabras…

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