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Mis dos aplausos, y uno en contra, sobre El matarife
Carlos Priego Vargas comment 0 Comentarios

De modo que aquí está, por primera vez en español, El matarife (Salamandra, 2022), de Sándor Márai. Llega después de noventa y ocho años de ser escrito, tiempo que por supuesto nos sirvió para presenciar un segundo conflicto bélico de orden mundial[1], para presenciar varias revoluciones, ser testigos de la llegada del hombre a la luna, el nacimiento de la penicilina y de la píldora anticonceptiva, para trabajar mucho y tal vez equivocarnos más, pero también para reflexionar —como los curas de aquellos tiempos— sobre el destino de nuestras almas. Sin embargo, volvemos a echar la vista al pasado y esta vez a la obra del húngaro. Lo que quiere decir que el curso de la historia nos ayudó a intentar resolver muchos problemas, menos los dos que, a mi modo de ver, son los aciertos de este relato: describir los efectos duraderos de la guerra y recordarnos los peligros de la irreflexión.  

Quienes apoyamos la idea de que parte de la mejor literatura actual se escribe desde el campo de la no ficción seguimos creyendo tener razón. También siguen creyendo tenerla los compañeros que sustentan la opinión contraria, lo mejor de las letras se escribe en forma de ficción. Sin embargo, no es ninguno de los dos bandos el que gana por la razón, de peso completo, de que ni los unos —la no ficción—, ni los otros —la ficción—, ni los dos juntos —el periodismo narrativo—; por separado, tienen los temas y los formatos discursivos absolutos para escribir un buen libro. Es por ahí, desde luego, por donde hubiéramos podido empezar.

El matarife es la ficción como terapia de choque: una novela breve o relato largo —de no más de ciento cinco páginas— que se acerca mucho a un carácter documental especulativo en muchos sentidos. El libro comienza narrando el nacimiento de Otto Schwarz en el seno de una familia protestante que había perdido toda esperanza de tener hijos. Años más tarde, el padre, un artesano que realizaba arneses y aparejos para caballo, descubrió que Otto no tenía aptitudes para continuar con el oficio familiar y decidió buscar una actividad para asegurar el porvenir de su primogénito. Entre las respuestas que obtuvo tras su pesquisa descubrió que Otto podría ser soldado o “trabajador en un lugar donde su simple presencia bastara para cumplir el deber; podría ser, por ejemplo, un espléndido conserje, ujier, sacristán o guarda”. Finalmente resolvieron que Otto tenía capacidades para desempeñarse como aprendiz de matarife, persona que tiene por oficio matar y descuartizar el ganado destinado al consumo humano. El tiempo pasó, Otto aprendió su oficio y luego se convirtió en dueño de su propio negocio, tarea que vio interrumpida por el llamado a servir a su país durante la Primera Guerra Mundial. A su regreso, Otto no sería el mismo, sumido en una profunda melancolía, su vida da un giro de 180 grados después de participar en el conflicto bélico, donde el protagonista liquidó a los soldados enemigos como lo hizo con las reses en el rastro.

Los grandes relatos de la guerra encontraron su hábitat natural en los formatos discursivos que llamamos novelas. Los temas bélicos se consolidaron en ellas como propuesta reflexiva en la cual, habitualmente, el hecho bélico se sitúa en el eje de rotación alrededor del cual orbitan o se ramifican cartografías, imágenes construidas por medio de la palabra y los dilemas a los que se enfrentan sus protagonistas. Para muestra de ello ahí están: Las aventuras del buen soldado Svejk, de Jaroslav Hašek; Tres soldados, de John Dos Passos; Johnny cogió su fusil, de Trumbo Dalton, El buen soldado, de Ford Madox Ford, Matadero cinco, de Kurt Vonnegut; entre otras. El matarife cuenta las experiencias de un hombre que, tras volver de la guerra, de repente, mata a un civil, evidentemente Sándor Márai apuesta rabiosamente abrir la reflexión sobre la desproporción entre la persona y el crimen, tema tan vigente en nuestra época que, hace menos de diez años, fue convocado como parte del prólogo de Los muchachos del zinc, de Svetlana Alexiévich.

El segundo acierto es una apuesta interesante, rastrear el camino de los malhechores que al mismo tiempo son personas normales. La no ficción es un género desdichado en México y, me atrevo a decir, quizá en todo el mundo. Todas las que se escribieron, de cualquier clase, tienen el destino de los amores de verano y de las promesas de los políticos en campaña: intensas y fugaces. Tal vez sea que los lectores no sabemos apreciar el género que responde a cómo los autores miran el mundo. Tal vez sea que no lo sabemos leer. Pero tal vez para la memoria de los lectores será un reto descomunal llegar al primero del mes y recordar cuál fue su lectura favorita del mes antepasado, de modo que la no ficción tiene que cautivar a una clientela nueva que ni siquiera podría haber sido la misma clientela que la consumió el mes anterior. A lo mejor, ocurre que —como diría la poeta Wisława Szymborska en la nota que acompaña sus Lecturas no obligatorias— solo un pequeño porcentaje de libros aparecen reseñados en las revistas literarias y suele darse preferencia a las bellas letras y a los artículos sobre política actual. Después, con menor importancia, aparecen las memorias y las reediciones de los clásicos. Con esto en mente, es digno de reconocer que la novela, ahora rescatada y traducida por la editorial Salamandra, resistió el paso del tiempo conservando buena parte de su valor artístico y su interés. Sólo un pequeño porcentaje de la literatura logra conservar su fuerza original y su relevancia en los procesos transformadores de la sociedad, la novela que nos reúne es capaz de aportar puntos de partida en la conversación y el debate acerca de otras obras igual de valiosas. En el caso de Márai, pone sobre la mesa el tema de la falta de reflexión de los individuos que participan en la guerra, básicamente el personaje sobre el que trata El matarife es un hombre que no ejerció de manera adecuada la responsabilidad de pensar sobre sus actos. Cuarenta años más tarde, Hannah Arendt dialogó con este ensayo el tema en Eichmann en Jerusalén,una antología de reportajes sobre el concepto de la banalidad del mal. En ambos casos, los artefactos culturales propuestos por la alemana y el húngaro tratan de ofrecer una explicación sobre cómo las personas comunes se convierten en brutales asesinos.

Un problema esencial en la novela es la idea del lobo del hombre. Durante el desarrollo vital de Otto Schwarz hay tres momentos claves que determinan, según el autor, su carácter violento. Los padres concibieron al protagonista la noche que presenciaron cómo un oso atacó a su domadora durante una función de circo. En su infancia, Otto presenció el sacrificio de un buey, hecho que determinó la elección de su oficio y, finalmente, el juego en el que el protagonista intentó repetir el sacrificio y terminó moliendo a golpes a una niña indefensa. Siguiendo a Márai, en esta novela el ser humano es malo por naturaleza, su malevolencia es trasmitida casi por designio divino y para poder convivir se necesita un poder absoluto, una ley autoritaria que controle el impulso agresivo.

Lo único malo es que vivimos atrapados en una paradoja. Los escritores crean ficciones amparados en su yo creador. La literatura sigue siendo mayoritariamente individual. Continúa reflejando una visión personal del mundo. A pesar de eso, con la temeridad profesional que acompaña a los editores que corrieron el riesgo de rescatar un libro casi condenado al olvido, aquí está otra vez El matarife. Yo sigo emocionado con esta novela desde su primera lectura hace un par de meses, porque creo que, a pesar del problema anteriormente señalado, es una novela indispensable en las condiciones actuales del globo —que en menos de un cuarto de siglo ya presenció la guerra civil Siria, la guerra de Libia y recientemente la guerra ruso-ucraniana—.


[1] El Matarife se publicó por primera vez en 1924. La Primera Guerra Mundial, hecho que inspiró este relato, duró cuatro años, de julio de 1914 a noviembre de 1918.

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