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Manifestaciones surrealistas, huestes del infierno y nazis
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1941. Le Deux Magots, un pequeño café en París. Alguien lleva una caja de contrabando, algo muy valioso, que robó a un señor que a su vez robó, del inconsciente, a un grupo de surrealistas.

La caja explota. La explosión desgarra el velo que separa el mundo de lo Otro, de lo onírico, de lo inconsciente, y la vida literal.

La bomba S.

Thibaut, el protagonista del libro, sólo tenía 15 años cuando la cortina que dividía los dos mundos se vino abajo; era pues, un niño todavía cuando los manifs y los demonios empezaron a embellecer y afear París, una ciudad, además, invadida por los nazis.

El sueño de Bretón (uno de los surrealistas robados), se hacía realidad. En el manifiesto surrealista había escrito:

Yo creo firmemente en la fusión futura de esos dos estados, aparentemente tan contradictorios: el sueño y la realidad, en una especie de realidad absoluta, de superrealidad. A su conquista me encamino, seguro de no lograrla, pero con la suficiente indiferencia hacia mi muerte como para calcular un poco el placer de tal posesión.

La explosión de la bomba S cumple el deseo de Bretón, lo hace carne, y esa carne encarna a otras muchas creaciones surrealistas que se manifiestan en París, el corazón del mundo donde las dos realidades conviven: los manifs. Las calles por las que los Main à plume luchan (la resistencia anti nazi, y también anti resistencia) están tomadas por los manfis, las manifestaciones del gran imaginario surrealista: un farol bajo el cual es de noche aun cuando sea de día, una piyama armadura que da una fuerza increíble a quién la lleva puesta, una mujer-velociclo, un tiburón con un hueco en el lomo donde hay un asiento de canoa, un mono alado con ojos de búho, un inmenso elefante robot que con sus pesados pasos legendarios hace retumbar el suelo, un hombre con cara de tablero de ajedrez que va por ahí convirtiendo lo que ve en gambitos, cucharas con pelo animal, mesas lobo salvajes con enormes colmillos y hambre infinita que devoran a todos los que encuentran. Y muchos, muchos cadáveres exquisitos, en especial uno con piernas de humano, tronco de un yunque y engranajes, y cabeza de hombre con una barba larga por la que está siempre en movimiento un tren de vapor. Este cadáver exquisito, junto a Sam (una misteriosa gringa que fotografía a todos los manifs para algún día incorporarlos al libro que estás leyendo –Los últimos días de Nueva París-), es el mayor aliado de Thibaut. ¿Contra quién? Contra las mismísimas huestes del infierno que los nazis quieren controlar, y contra otra creación de los hombres de Hitler, aún más espeluznante, que amenaza con aniquilar a todos estas manifestaciones del inconsciente y volver la realidad una acuarela perfecta, ordenada, racional, y muy cursi, que puedan, fácilmente, controlar.

¿Cómo escapar de ese orden, de ese literalismo, de esa manera de ver el mundo, lo imaginario, la narrativa? Una forma de pensar que quiere extraer significado de todo, una forma que quiere someter a lo imaginario, para que trabaje para ella, y dominarla por la consciencia y la razón. Hace más de un siglo, en el número 54 de la calle Chateau, los surrealistas crearon el juego del cadáver exquisito: «la hoja se dobla después del dibujo del primer jugador, tres o cuatro de sus líneas quedan más allá del plegado. El siguiente jugador empieza prolongando esas líneas y dándoles forma, sin haber visto la primera. De ahí en adelante todo es un delirio». Y lo crearon para cuidarse de controlar lo imaginario y ponerlo al servicio de la razón: «Teníamos a nuestra disposición un modo infalible de mantener en suspenso el intelecto crítico, y de liberar la actividad metafórica de la mente», dijo Bretón.

Por eso este libro no es para todos. ¿Cómo pueden todos estos manifs convivir de forma racional, lógica, en un típico argumento emocionante que uno pueda encasillar en cualquier género de nuestra amada narrativa moderna? ¡Imposible! los lectores nos perdemos al transitar por las calles de Nueva París, y para aquellos a los que esto les parezca demasiado extraño, demasiado sin sentido, está el epígrafe de Grace Pailthorpe, tomado de Sobre la importancia de la vida fantástica, con el que empieza esta rarísima novela: Se oyen muchas reacciones al arte surrealista, pero la más patética viene de los que preguntan: «¿Qué se supone que tengo que ver y sentir con esto?». En otras palabras: «¿Qué dice papá de lo que puedo pensar y sentir con esto?».

Los últimos días de Nueva París

China Miéville

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