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Los libros inacabados. O de cómo algo se queda siempre en el tintero...
Ramón Córdoba comment 0 Comentarios

Ha habido casos, y conozco algunos, en los que luego de pensárselo a conciencia un autor está seguro de que ya ha dicho cuanto tenía que decir, cuanto debía, cuanto le fue posible, y (por lo regular en la senectud) plácidamente se retira de la escritura: da por concluida su obra; el virus que lo afectó, probablemente durante la mayor parte de su vida, y al que creyó incurable y progresivo, se extinguió. Ya puede estar en paz.

Pero estos casos son los menos; lo común (o al menos lo que ha sido común durante los 37 años que he dedicado a editar libros y lo que registran la mayor parte de las historias desde que existe la palabra escrita) es que toda persona poseída por eso que he llamado virus y no es otra cosa sino la escritura continúe pergeñando, ideando, imaginando y trabajando con las palabras hasta el fin de sus días. Y es así que irremediablemente, a su fallecimiento, quedan en el cajón, en el archivero, en la memoria de la computadora numerosas páginas que iban encontrando su camino; obras en reposo antes de su corrección final; borradores en diversos grados de avance; notas más o menos dispersas. Et caetera.

Quienes hayan llegado hasta estas líneas probablemente conocen ejemplos famosos, entre ellos el de los varios libros póstumos de Roberto Bolaño, como El espíritu de la ciencia ficción y Sepulcros de vaqueros. O el célebre y emblemático de Franz Kafka, quien no sólo dejó sin terminar obras, pese a todo, consideradas canónicas como El proceso y El castillo, sino que además deseaba que todos sus escritos fueran destruidos como estaban: básicamente, inéditos. Y hay muchos más. El marqués de Sade pudo concluir tan sólo un tercio de Los ciento veinte días de Sodoma, Charles Dickens concluyó tan sólo la mitad de la serie de entregas que darían fin a El misterio de Edwin Drood, Francis Scott Fitzgerald dejó sin terminar una obra que habría de ganarle fama póstuma: El último magnate…

Pero en realidad no he venido a esta página para hacer listas, sino a contar que, entre las obras inacabadas y sus posibles lectores, quedan a veces editores como yo, tratando de hacer frente a la responsabilidad de, digamos, darles la voz que les corresponde, como va de oficio, pero sin la opción de discutir con su autor posibles cambios, desde meros matices hasta una cirugía mayor. ¿Qué se hace, cómo se procede? La verdad, simple y llana, es que no hay un modo ni un punto exacto. O quizá sí, pero no soy capaz de verlo. Sólo puedo ejemplificar con estos tres libros, todos publicados de manera póstuma:

  1. De llegar Daniela de Rafael Ramírez Heredia. Esta novela fue reescrita numerosas veces. Reescrita significa aquí: desde cero. A la basura la versión anterior y vuelta a comenzar desde la primera línea. En el archivo del Rayo, su autor, quedaron tres versiones impresas y engargoladas. Debí elegir la que se publicó.

 

2. Federico en su balcón de Carlos Fuentes. Su autor y yo ya teníamos bastante práctica trabajando juntos en la edición de sus libros cuando la muerte llegó aquel funesto 15 de mayo. Yo ya tenía listas las pruebas tipográficas para su visto bueno y ninguna duda por consultarle, pero sé que Fuentes hubiera corregido, escasa y sabiamente, algún diálogo, una descripción, un sustantivo.  Sus pinceladas finales, ese último apretón de tuercas, no pudieron ser.

3. La novela de mi padre de Eliseo Alberto. El gran Lichi, uno de los pocos sabios que en el mundo han sido, también se propuso concluir una obra inacabada: nada menos que la única novela de su padre, Eliseo Diego, y no alcanzó a concluir la tarea. O, al menos, no oficialmente. Sin embargo, a mi juicio, sí lo hizo. La edición requirió sacar el microscopio para buscar alguna imprecisión o dislate, pero nada más. El resultado es un relato íntimo, evocador y, por supuesto, rebosante de poesía.

 

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