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Los espectros de Sergio Ramírez y sus "Mil y una muertes"
Saraí García comment 2 Comentarios
«Nada quieras saber de mi pasado.
Despertar es morir. ¡No me despiertes!»

Hay algunos casos tardíos que se perdonan más que otros; pero como es mi costumbre, siempre llego y llegaré tarde a todo en esta vida. Hoy por hoy, me consuela confiar en el mito que dice que los libros, así como las lecturas, son los que encuentran a su lector y no al revés. En los últimos dos meses mi relación con Mil y una muertes (2004) de Sergio Ramírez fue de más, a más y me quedé colgada en la revelación. Sin duda, un excitante y provocador diálogo con las letras nicaragüenses. De hecho, el premio Cervantes de este año, otorgado al autor, me tomó de grata sorpresa en medio de mi lectura ya para la recta final del libro y, vaya que fue el mejor epílogo que pude tener. Como era de esperarse, aplaudí y celebré junto a los otros, esperando no desentonar con mi recién fanatismo al autor.

Con mi ingenuidad de primera lectora, comprendí, a tropezones en los primeros capítulos, que en el universo de Ramírez habita una espectralidad fascinante, aunque no menos compleja. Otro lenguaje que nos permite avanzar y retroceder en la memoria humana. A lo largo de todo el libro, los personajes, el formato, el ritmo, el lenguaje, lo visual, lo experimental, lo histórico, etcétera; es decir, toda la estructura molecular que compone esta novela, construye una finísima fantasmagoría que deambula entre temas como la muerte, la violencia, el colonialismo, la fotografía, la memoria, lo no-histórico, lo subalterno, la nada, el cinismo, lo cómico, hasta la elaboración de los narradores más jugosos y entretenidos. Mil y una muertes nos propone una lectura a dos voces, principalmente, con dos extrañísimos narradores principales, Castellón y el alter ego del autor. Todo en esta novela se acordona alrededor de la ficción y la realidad, por lo que la construcción de la trama se entreteje a partir de la historia de Castellón, un fotógrafo que participa en la Alemania nazi pero que tiene vínculos históricos y genealógicos con la historia de su país natal, Nicaragua, y a su vez con la élite artística europea. Entender qué es lo que une todos esos universos tan dispares en esta novela, en gran parte es lo que conforma la rica narrativa de un autor como Sergio Ramírez. Cosecha un híbrido entre metaescritura y autobiografía, con la ficcionalización, humor y anticanonización de la historia por delante. Muestra de ello es el comienzo de la novela: Rubén Darío, el príncipe nómada y uno de los personajes más queridos por el autor de estas memorias, es quién inicia la reconstrucción de ultratumba de una Nicaragua, la suya y la de Castellón y la de Ramírez y la actual, bajo el fúnebre recordatorio de un país colonial y forzado a la invisibilidad, tanto del exterior y, peor aún, dentro de su espacio, ¿no es acaso esta la historia novelada de Latinoamérica? Y sin embargo, Ramírez tiene más críticas inteligentes que tocar en este libro.

Con el guiño humorístico de un poeta tan canónico para Nicaragua como bienvenida a la novela, en Mil y una muertes vemos desfilar a mil y un personajes que no desean que se cuente la última historia. Desde Chopin, George Sand, Flaubert, Turgeniev, Napoleon III, Rubén Darío, Castellón, Pauline Viardot, etcétera, todos capaces de tejer un brillante ensayo crítico y performativo del descreimiento, de la alteridad, lo otro-histórico y la polifonía de un país en su búsqueda del sueño nacional y lejos del Bon sauvage. La fotografía es muy importante en esta novela, Castellón nos presenta un repertorio de fotos que secundan la sensibilidad de reconstruir la historia a través de los fantasmas del pasado. Tal y como menciona Barthes, asistimos al espectáculo del retorno de lo muerto: la metáfora de lo espectral, la microexperiencia de la muerte en la muerte misma. Nicaragua, como personaje, es uno de los muchos espectros que caminan en esta narración, aunque la sorpresa se aloja en que Ramírez no se conforma con una historia, es politemático, va de salto en salto tratando de que sigamos su mente de liebre narrativa entre la fotografía (para descifrar aquello que no nos está retratando, lo que esta fuera del encuadre), la frialdad y la estética del artista (Castellón y su ética frente a la muerte, el testimonio como prioridad de frente al sentimiento), la utopía (el país sin nombre), la cultura y el escenario artificial (Chopin y George Sand en medio del conflicto nazi y una casa como museo). Y entre líneas y fotografías históricas, el autor construye una cámara portátil de lo espectral “los mirones, posan frente a la cámara embargados por un sentimiento de importancia, asomándose al lente con ávida curiosidad, como si en lugar de ser vistos, fueran ellos quienes vieran”. A través de la fotografía, Ramírez introduce un nuevo sensorium de la modernidad entre un siglo y otro, y al mismo tiempo, la ruina que representa mirar al espectro de un pasado plasmado en simulaciones, el fantasma lo que ya no habita ese lugar y posiblemente nunca lo habitó realmente. Ilusión y utopía en plena putrefacción, ante un manejo del tiempo dislocado, de hecho, un tiempo nulo para hablar e invocar a los fantasmas. El tiempo entre la memoria, la vida y la muerte, su juego con el origen y el porvenir, la interrogación sobre los momentos y la re-aparición, y al espectro como fuera del tiempo. Sergio Ramírez retrata al fantasma de Nicaragua y sortea esa triple espectralidad: la de 1) la foto 2) de un fantasma 3) de Nicaragua como algo extinto en el presente. Ramírez construye toda su novela, a través del engaño de la aparición. Todos los personajes que habitan e intervienen en la novela son fantasmas de un origen y de un porvenir: Castellón de ultratumba, la máscara de Ramírez, Rubén Darío impostor, Rubén Castellón como posible autor, Nicaragua como aparición, el colonialismo como el espectro que persigue a Nicaragua, etcétera. Su estructura es espectral, en tanto que no logramos nunca sujetarnos a ella, sino que deambulamos entre capítulos dislocados, en tiempos que se precipitan unos con otros. Es precisamente el final de esta novela, lo que confirma la fantasmagoría de este libro. Mientras que por un lado se cubre bajo el manto del cinismo y la metaescritura y el abrir un hoyo en la tierra. Las mil y una muertes es un muestrario de la realidad en donde las contradicciones y los cuestionamientos, la disimilitud y la heterogeneidad son invocadas para crear sentido, para exorcizar a los espectros de la novela. Hay una y mil muertes, todos ya han partido a otro tiempo, descompuesto, y es en esa última muerte, en esas últimas líneas, en que al lector se le regresa la vida para evitar ser retratado a su vez por la muerte. Sergio Ramírez se mantiene, sin duda, bajo el legado del príncipe de las letras Nicaragüenses como un digno representante de la literatura Nicaragüense, universal, qué sé yo, aquella que es vital, feroz y colosal. ¡Enhorabuena por el premio Cervantes 2017!

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