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Lo que realmente da miedo no son los fantasmas
Diana Sánchez comment 0 Comentarios

“Hay que temerles más a los vivos que a los muertos”, me dijo un tío cuando era niña y mi mamá le contó que no quería apagar la luz en las noches porque tenía miedo de que se me apareciera un fantasma o un monstruo. Eso fue lo primero que pensé cuando terminé de leer El reloj de sol, de Shirley Jackson.

Jackson recobró fama el año pasado por La maldición de Hill House, libro que inspiró la exitosa serie de Netflix, catalogada como una de las mejores series de terror por el ambiente que sumergía a los protagonistas (y espectadores) en un terror psicológico que ha renovado los productos culturales del género en los últimos tiempos gracias a películas como The Witch, Get out!, The Babadook, o Hereditary.

Pero antes de todas esas películas, e incluso antes de que otros autores del género como Stephen King cobraran fama, Shirley Jackson publicaba El reloj de sol, una novela que gira en torno a una familia comandada por la señora Halloran, una ambiciosa mujer que busca quedarse con la mansión en la que residen ella, su esposo, el señor Halloran; la hermana de éste, la tía Fanny; la viuda Mary Jane, esposa de Lionel, hijo único de los señores Halloran quien falleció repentinamente; la pequeña Fancy, hija de estos dos últimos; Miss Ogilvie, institutriz de Fancy, y Essex, un joven contratado para clasificar los libros de la biblioteca familiar. 

Tras la muerte de su hijo, la señora Halloran se proclama como la única heredera de la mansión, lugar que por momentos parece convertirse en un personaje más en la trama. Para ello, comienza a urdir un plan para deshacerse de todos los demás habitantes. Sin embargo, sus intenciones se ven frenadas luego de que la tía Fanny revela un mensaje que le dio su padre muerto en una aparición: la humanidad desaparecerá en poco tiempo y la única manera de mantenerse a salvo es quedándose en la mansión, pues él la protegerá de los desastres que se avecinan.

Si bien algunos lo aceptan como verdad absoluta, las preguntas comienzan a rodear a los habitantes de la mansión, ¿son sólo alucinaciones de una mujer loca? ¿Qué posibilidades hay de que sean ciertas las palabras de la tía Fanny? ¿Y por qué ellos, precisamente ellos, serían dignos de salvarse?

“No entiendo cómo alguien sensato puede creer esas cosas. ¿Cómo es posible que el mundo se acabe? No tiene sentido. Además, algo de lo que estoy seguro es de que nada así puede pasar en mi vida. Es decir, ¿por qué habría de creer que soy tan especial como para que el mundo se termine mientras yo siga en él?”, menciona uno de los personajes.

Así, entre el escepticismo y el temor de que las predicciones del patriarca Halloran sean ciertas, la familia se embarca en una especie de arca de Noé a la que luego se suman otras personas que llegan ahí por aparente casualidad y que terminan atrapados, algunos por voluntad y otros por obligación, entre las intrigas que se desarrollan en la espera del apocalipsis y quienes no confían en que ello suceda.

Con ello, Shirley Jackson desarrolla una atmósfera que cuestiona la propia naturaleza humana y la necesidad de cambiar el exterior cuando lo que haya que cambiar quizá está en el interior de cada persona, lo cual muchas veces resulta mucho más difícil que lo primero.

“Todos ustedes quieren que el mundo entero cambie para que ustedes sean distintos. Pero yo no creo que la gente cambie sólo porque haya un nuevo mundo. Además, ese mundo no es más real que este”, atina a decir la pequeña Fancy en algún momento.

En El reloj de sol, los fantasmas se convierten en personajes secundarios, y hasta incidentales, para dar paso a entes que realmente deberían darnos miedo: los propios seres humanos que nos rodean.

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