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Las cuatro vidas de Rebecca
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Joyce Carol Oates sólo conocía algunos pasajes de la vida de su abuela: era judía, fue esposa joven, trabajó en una fábrica, tuvo un marido nefasto, crio a un hijo ella sola. Blanche Morgenster también fue hija de un hombre que enterraba cadáveres en el cementerio y que, un día, se puso el cañón de una pistola sobre la barbilla y jaló del gatillo; Blanche Morgenster y su madre estaban en primera fila.

Todos esos datos, que su familia guardaba celosamente, fueron guías de apoyo con las que la escritora estadounidense comenzó a escribir La hija del sepulturero, novela de más de seiscientas páginas —como todo buen Oates— inspirada en una vida llena de silencios, la de su abuela.

En este ejercicio narrativo —en el que Oates se propuso llenar tales silencios familiares a través de un esfuerzo imaginativo descomunal en el que ficcionaliza la vida de la abuela— conocemos las desventuras de Rebecca Schwart —quien con el tiempo se rebautiza como Hazel Jones—, la única hija del sepulturero de Millburn.

Es una historia lineal —con pequeñas torceduras en el tiempo— dividida en cinco partes, como si cada una obedeciera a todas las vidas de su protagonista: primero, su niñez marcada por la atmósfera de coerción y violencia establecida por su padre —un profesor universitario que perdió todo durante la Segunda Guerra Mundial y que es obligado a huir con su familia a Nueva York—; segundo, su juventud marcada por la ausencia de un hombre que la hiere de todas las formas disponibles; tercero, su maternidad invadida por el miedo a que el pasado la alcance; cuarto, el camino a la vejez, acompañado del perdón y el alivio; y, finalmente, el de las explicaciones y revelaciones antes de morir.

El melodrama también es intervenido por las constantes reflexiones de los personajes que siempre giran en torno a la fiabilidad de las palabras y a la lengua como recurso identitario. Por eso, a lo largo de la novela, nos encontramos con frases que redirigen el sentido de la narración cuando ésta parece muy lejana al planteamiento inicial: “ser chica es como una herida”, “todas las palabras son sandeces, mentiras”, “los aquellos otros” o “el búho de Minerva sólo remonta el vuelo al atardecer”.

La desagradable y traumática situación familiar de los Schwart es el daño colateral de la Segunda Guerra Mundial, de ahí que la vida de Rebecca sea el residuo, una mancha desgraciada que se esfuerza por ir en contra de las condiciones que le fueron impuestas. Y, precisamente, es por eso que la autora ha mencionado que, con esta historia, intenta evocar a esa generación de mujeres que se enfrentaron con los límites que les imponía el género y lograron ser felices.

La hija del sepulturero, además de agregarse a la lista de más de cien libros publicados por la autora, es un viaje doloroso y largo que nos permite conocer el lado íntimo de Oates.

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