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La tierra de los hijos
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¿Qué piensa mi papá sobre mí? ¿Hay algo más que esa forma en la que me dice que no sirvo para nada? ¿Qué tanto escribe en ese cuaderno negro en el que se sumerge todos los días? Lo observo a través de la ventana y le grito: “¿De qué escribes?”. Él me contesta: “de ti, de lo tan hasta la madre que me tienes”, y luego, como muchas otras veces, nos amenaza a mí y a mi hermano con molernos a palos. Lo ha hecho antes, toda la vida: apalearnos. Y eso que hoy creímos que se alegraría: yo y mi hermano salimos de la zona que nos tiene prohibida; vagamos por los campos y mi hermano mató a un perro. Le costó trabajo, el animal alcanzó a morderlo, pero al final clavó la lanza en sus entrañas. Veníamos contentos, cargando el cadáver hacía la casa; a lo mejor estaría orgulloso de nosotros. Subimos a la lancha, cruzamos el lago y llegamos con él, presumiéndole el perro, pero el tipo barbón e inmenso, la mole, mi padre, apenas nos volteó a ver y sólo nos preguntó si lo habíamos destripado, y si le habíamos quitado la hiel. No lo hicimos y la carne del perro se arruinó. Padre nos ha insultado y se ha encerrado a lo de siempre: escribir en su cuaderno negro. ¿Qué escribirá? ¿Dirá algo de mí?

Así empieza La tierra de los hijos, sin narrador, claro; la historia la vemos en viñetas sucias, de un trazo tambaleante pero justo, en un blanco y negro que sirve muy bien para adentrarnos en ese mundo donde quedan unos pocos humanos, entre ellos el padre y sus dos hijos adolescentes; el resto murió envenenado: hay cadáveres que surgen de las profundidades del río, hinchados y venenosos y algunos vecinos lejanos: la bruja, un tipo hosco que se niega  hablar con los niños, y más allá, unos gemelos cabezones que sobrevivieron al veneno.

¿Qué puede contarles el padre de cómo era el mundo antes del fin? Los hijos no se acuerdan, eran muy chiquitos. ¿Debe de decirles que el perro que acaban de cazar en otro tiempo habría dormido en la alfombra, en una casa confortable, y lo habrían acariciando? Entonces tendría que explicarles qué es una alfombra, qué es una casa confortable, y qué son las caricias. Pero el papá no quiere hablarles nada de eso. ¿De qué les serviría en este mundo? ¿De qué les serviría la ternura? ¿De qué les serviría leer?

Si supieran leer, piensan ellos, podrían saber qué escribe el padre… podrían saber qué piensa de ellos.

Lino, el protagonista, el hermano más terco e independiente, el más rebelde y el que más necesita el amor de su Padre se lo pregunta con fervor. La novela gráfica (editada por Salamandra graphic, un sello de Penguin Random House que edita muy interesantes ensayos, libros de historia o novelas, en viñetas) es su viaje desesperado para encontrar quién le lea el libro; esas manchas que para nosotros, en la novela gráfica, como para él, son también solo manchas de tinta, ondulaciones borrosas, que algo dirán. 

El autor, Gipi, Gian-Alfonso Pacinotti, un historietista y director de cine italiano, cambia el tono costumbrista de sus novelas gráficas anteriores para contarnos esta historia sobre un padre y un hijo, en un mundo postapocalíptico, que claro está, nos recuerda a Corman Mccarthy en La carretera, y que aquí, con una manera de narrar con muy pocos diálogos, sin voces en off, nos envuelve en este mundo hostil, donde, desde el punto de vista del papá, lo mejor que puede hacer para proteger a sus hijos, es hacerlos más duros y, ocultarles información, entre menos sepan de la vida de antes, cree él, más posibilidades tendrán de sobrevivir.

La Tierra de los hijos

Gipi

Salamandra Graphic

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