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La ambigüedad es una inmundicia
Samuel Segura comment 0 Comentarios

Hola. Vengo de escribir el primer borrador de un guion cinematográfico sin saber adónde ir.

Vengo fresco, desangrándome, con la imperiosa necesidad de escribir otra cosa…

Esto.

Y quisiera jurar por mi vida que no me vuelve a ocurrir.

Eso de escribir el borrador de un guion sin saber adónde ir.

Y quisiera decir (escribir) por qué espero que no me pase otra vez.

Así que ahí voy:

En primer lugar, eso de “Vengo de escribir el primer borrador de un guion sin saber adónde ir” tiene que ver con el libro de Nicolás (siempre quiero ponerle Santiago, como su personaje, de apellido Salvatierra) Giacobone, El cuaderno tachado (publicado recientemente bajo el renovado sello Reservoir Books).

O quizá no tenga nada que ver, usted dirá. (Ya, ya estamos en el tema de la ambigüedad.)

Hace casi un par de años me metí a una escuela de cine para aprender a escribir guiones. La idea de hacerlo nació un día que alguien, en un taller literario, dijo sobre un relato que llevé: “Es muy visual, muy cinematográfico”. Y cuajó cuando tuve una crisis personal que me obligó a abrazarme con toda mi fuerza de la escritura. (Pero esa es otra historia, que además siempre cuento.)

Una de las tantas tareas escriturales que nos dejaron, y la que me pareció la más importante (me lo sigue pareciendo), era la de esbozar (primero en una línea, luego en una sinopsis, y casi al final en un argumento) aquella historia que al término del curso habríamos (habremos) de presentar como guion.

Aquella historia que nos importara contar.

Que saliera de lo más profundo de nuestras entrañas.

Entonces esbocé una de la que no podré contar la trama porque ni yo mismo la sé (mientras escribo esto la sigo masticando). Lo único es que incluía sangre, violencia, alcohol y oscuridad, elementos que forman parte de un millón de historias más y mejores.

Que son el ornamento, no la trama per se.

Ah, y que se sitúa en el peligroso barrio de Hecatepec (nombre de un lugar que “inventé” en la novela juvenil que también acabo de escribir, y que sólo es referencia al Ecatepec de verdad, que es verdaderamente peligroso). Un sitio que puede ser un personaje, un elemento trascendental, la mismísima arena dramática, pero que en mi esbozo de guion apenas se vislumbra como tal.

Y ya que mencioné a la novela juvenil que acabo de escribir (que desde luego empecé sin saber adónde ir), quisiera aprovechar para darle las gracias. A la literatura. Por haber sido tan benevolente conmigo. Por apapacharme. Por permitir asirme de ella…

Aunque no estuvo bien. En la escritura, los apapachos y las comodidades nunca están bien.

Lo reiteré ayer, cuando mis colegas guionistas, tras la lectura de ese primer borrador al que me aventé sin saber adónde ir, me dijeron:

«Tu estilo literario te está metiendo las dos piernas.”

“Te está estorbando.”

Y “esa mierda no sirve para nada.” (Eso lo dije yo.)

Sobra mencionar (en la escritura siempre sobran palabras, miren nomás) que estoy de acuerdo con ellos: el “estilo literario” me está estorbando ahora mismo: esto no es una reseña… ¿o sí? Mucho menos un cuento… sabrá el Señor qué es.

Eso mismo (algo parecido) le ocurre al protagonista de El cuaderno tachado. Pablo, aspirante a novelista (y empedernido cuentista), se da cuenta de que su estilo literario jamás alcanzará las cotas de grandeza que busca (y que encuentra, por ejemplo, en Joyce), por lo que decide entrarle al guion de cine, donde el estilo, al parecer, es lo de menos.

Pero Pablo se topa con pared.

No porque el estilo literario sirva o sea lo más importante, sino porque el guion le exige una sólida estructura dramática, de trama y de personajes. De conflicto (qué quiere un personaje y qué se lo obstaculiza, tan simple como suena, tan emperradamente difícil como es).

Al diablo con la ambigüedad.

Lo que importa aquí es ser muy claro.

Concreto.

Esto de la ambigüedad, debo decir pues es importante, surgió al salir de la lectura de mi esbozo de primer borrador que escribí sin saber adónde ir mientras conversaba con una colega.

—No puedes poner: “Una mirada de alguien que parece que no existe”. Chingá, ¿eso cómo se ve en la pantalla?— me dijo.

No supe qué decirle.

Por lo que concluimos que en el cine la ambigüedad es una inmundicia.

Y en la vida.

Aunque quizá no lo sea tanto en la literatura (ni en la vida: no siempre se puede tener claridad).

En la introducción de Las enseñanzas de don Juan, Octavio Paz (vaya, jamás pensé que citaría al señor Paz, pero hay una explicación, gracias a una bella casualidad) enaltece la ambigüedad como una de las grandes cualidades de la literatura:

Una obra que dura -lo que llamamos un clásico- es una obra que no cesa de producir nuevos significados. Las grandes obras se reproducen a sí mismas en sus distintos lectores y así cambian continuamente. De la capacidad de autoproducción se sigue la pluralidad de significados y de ésta la multiplicidad de lecturas. Sólo hay una manera de leer las últimas noticias del diario pero hay muchas de leer a Cervantes. El periódico es hijo de la publicidad y ella lo devora: es un lenguaje que se usa y que, al usarse, se gasta hasta que termina en el cesto de la basura; el Quijote es un lenguaje que al usarse se reproduce y se vuelve otro. Es una transparencia ambigua: el sentido deja ver otros posibles sentidos.

(Seguro que todo esto se presta a una discusión mucho más seria y a fondo de lo que este texto pretende -y ojalá, si alguien lee esto, y discrepa, comente-. Que no es gran cosa salvo dar las gracias a la literatura, como dije, pues ha sido benevolente conmigo y ha tolerado mi ambigüedad, que de ningún modo es magistral ni perdurará.)

En el mundo literario de la ambigüedad se permiten las hermosas coincidencias (que metí como chispas de chocolate en mi guion; lo casual en vez de lo causal en el cine es mortífero). En la vida se permiten y son la cosa más maravillosa, un acontecimiento único, mágico, divino, espectacular. Cuando alguien te cuenta una casualidad, uno dice: “Ah, no manches, ¿te cae?”.

Menciono esto porque, tras despedirme de aquella colega de la escuela de cine, fui corriendo a llorarle al hombro a otra colega, de otra rama, por mi desastroso desempeño, sobre mi falsa etiqueta de escribidor, sobre que sólo era un farsante que teclea, y entre otras cosas hablamos sobre esto, sobre las casualidades en la vida real y en el cine, y casualmente al terminar nuestro encuentro me prestó ese libro que yo un día le presté y que es un libro mágico. (Aunque ya lo que diga yo sobre Las enseñanzas de don Juan no vale nada cuando existe esa introducción de Octavio Paz, en paz descanse.) Una transgresión de dos mundos: el de la literatura y el de la antropología; escritura llevada al límite, trabajada al máximo para romper cualquier precepto o regla que le diga que no.

Pero yo no estoy en ese nivel.

Ni Pablo.

En guionismo, Pablo admira a Peter Shaffer, dramaturgo y guionista de Amadeus (de la que habla con mucha devoción, como una de las grandes obras guionísiticas que ha visto) y de Equus, ésta mencionada por mí, dirigida por uno de mis favoritos: Sidney Lumet.

Y en alguna de las páginas de esta ¿novela? (ahorita vamos pa’ allá), en una de las reflexiones que más me cautivó de las varias que hace, Pablo escribe, respecto de escribir guiones:

Escribir hacia delante sin saber adónde vamos es más efectivo que ir al psicólogo.

Pero no se puede escribir guiones yendo hacia adelante sin saber adónde vamos.

No se puede escribir el borrador final de un guion yendo hacia delante sin saber adónde vamos.

Se puede escribir el primer borrador de un guión yendo hacia delante sin saber adónde vamos, pero lo más probable es que no quede nada de ese primer borrador, o casi nada.

Si uno está dispuesto a juzgar con frialdad ese monstruo, y a reescribirlo, y a tirar todo lo que haya que tirar, aunque sean escenas que en sí mismas funcionen, entonces sí se puede escribir un primer borrador yendo hacia delante sin saber adónde vamos.

Si uno llega al final de un borrador con la sensación de que escribirlo fue fácil, de que no hay grandes secretos en la escritura de guiones, ese borrador no sirve para nada.

Hay que sufrir.

Hay que darse cabezazos contra la pared.

Hay que sentir que todo está muy mal.

Hay que mirarse al espejo y darse cuenta de que nuestra cara es idiota; porque todos tenemos una cara idiota; y peor, todos somos idiotas.

Hay que reírse como desquiciado al menos una vez por semana.

Hay que llorar.

Hay que leer lo que escribimos y llorar, no porque las escenas sean tristes sino porque dan pena.

Hay que pasarse horas y horas imaginando otras profesiones posibles.

Hay que pasarse horas y horas pensando excusas válidas, aunque sean falsas, que justifiquen el fracaso.

Hay que pensar en el suicidio.

Hay que pensar seriamente en el suicidio.

Hay que reírse a carcajadas de nuestros pensamientos de suicidio.

Hay que teclear a la fuerza, cuando no tenemos ganas de teclear.

Hay que leer lo que escribimos mil veces, dos mil veces, y cuando sentimos que lo que estamos leyendo es bueno hay que martillarnos un dedo.

Hay que aceptar que somos escritores de mierda intentando escribir algo fantástico, algo que es mucho mejor que nosotros.

Hay que entender que el noventa y nueve punto nueve por ciento de lo que somos es mierda.

Hay que buscar ese cero punto uno por ciento de nosotros que vale la pena.

Eso sí, todo esto que acabo de enumerar (aunque en realidad no lo enumeré) podemos hacerlo en casa, en pijama, a la hora que queramos.

Yo, como un mantra ya me repito:

Hay que aceptar que somos escritores de mierda intentando escribir algo fantástico, algo que es mucho mejor que nosotros.

Y en algún punto Pablo critica entonces esa ambigüedad de la escritura literaria cuando critica a Borges (¡bravo, un valiente!), por lo artificioso de su escritura, el juego de las palabras por las palabras que, cuando leyó toda su obra con devoción, tanto lo fascinaron, pero que en el cine, en el guionismo, no le sirvieron para nada. Supongo que más que despreciar al autor, lo que hizo Pablo fue saberse incapaz de llevar esa ambigüedad, el artificio, el juego literario, la potencia absoluta del lenguaje escrito, a esos territorios de lo hermoso y lo verdaderamente inalcanzable (?) de su autor favorito, terrenos que a la escritura cinematográfica le son ajenos en tanto que lo único (bueno, una de las cosas más importantes) que busca es la concreción, lo tangible, lo visual.

Dios, no, juro que lo que menos quiero hacer aquí es teorizar y ponerme literario…

                               

Yo vengo de escribir el primer borrador de un guion cinematográfico sin saber adónde ir. Sin saber cómo hacerlo.

Vengo aún desangrándome.

Porque estoy de acuerdo con Pablo en todos sus puntos, casi palabra por palabra.

(Malditas sean las palabras, pienso a veces…)

Porque lloré, reí, reescribí, lloré, me supe imbécil, pensé en trabajar en cualquier otra cosa, lloré, pensé en el suicidio, no una ni dos sino tres veces, me reí, me ardió un chingo el culo (sigue ardiéndome), lloré, no dormí, dormí y me supe una absoluta mierda superada por aquello que pretendía escribir que no sabía qué era ni por qué, y por último lloré y vi de cerca a la muerte.

O eso pensé.

Fui un punto cualquiera en la historia de cualquier documento de Word.

Un mortal que pretendió rozarle los huevos a los dioses de la escritura y que, por supuesto, sólo recibió su debido castigo.

Así que me vi a mí mismo desde fuera, como si me hubiera convertido en mi propio escritor:

He ahí al supuesto escritor, el día cinco frente a su computadora. Está tratando de escribir algo. Véanlo, lleva cinco días ahí, doce horas cada uno, y no le sale más que inmundicia. De pronto llora y de su llanto solo escurre mierda. Así que sale a pasear con sus tres perros, la única compañía que lo soporta, y camina y sale y ve por primera vez la luz de un atardecer desde que se encerró en su buhardilla, y ese atardecer le parece lo más hermoso que ha visto en su vida, y de repente siente una quietud, una calma que añoraba, a pesar de que la historia que está pretendiendo escribir no lo ha abandonado un segundo y no es calmada sino violenta, y en su mente se generan más posibilidades para ella, todas ellas infructuosas. Es que esa quietud le hace pensar que ese momento sería un buen momento para morir: el mejor para un individuo como él que es repugnante frente a toda esa belleza eterna-purpúrea-tornasol que está en el cielo y que por un momento también le recuerda a su abuelita muerta y a aquellos días en que el sol se ponía así cuando vivía con ella. Cuando vuelve a las tinieblas de su hogar se siente otro, un extraño en aquel sitio, y sin ganas de trabajar se mete entre las cobijas de su fría cama. Ahí se revuelca un buen rato, con aquel dolor de cabeza que lo ha estado perturbando tanto a últimas, y con más ideas para una historia que es incapaz de escribir. Y entonces, aterrado porque la vida es una gran patada en las bolas, luego de unos diez años sin hacerlo, de su sucia boca emergen las siguientes palabras: Padre nuestro que estás en el cielo…, y al terminar de orar siente de nuevo una calma, ésta un poco distinta; su mirada se enclava en algún punto que quizá no había visto antes; se calma tanto que se preocupa y se toca el corazón, joder, estaré vivo o muerto, piensa, un paro cardiaco fulminante, por qué no, hasta lo agradecería, Dios, en serio, pero de pronto el terror se apodera de él y se levanta, tocándose el corazón, el cual va a mil por hora, recordándole que no es ningún afortunado…

Y podría seguirle.

Pero supongo que hay que saber elegir las batallas.

Creo que fue Guillermo Arriaga quien habló de eso cuando le preguntaron sobre cuándo elegía una historia para cine y cuándo para la literatura. Sobre su última novela, El Salvaje, por ejemplo, ha dicho que nunca estuvo pensada para cine, sino siempre para la literatura. Porque desde luego que son medios y formas distintas de contar una historia. Pero al tratarse de creaciones escriturales, por supuesto que en un momento se hermanan: Arriaga también ha declarado que él no sabe en qué van a acabar sus guiones.

Deja que los personajes y la trama lo sorprendan, como en la literatura.

Como me pasó a mí.

Como le pasa a Pablo (ups, spoiler) en esta novela que no es una novela, y que ya no dije por qué no lo es:

Simplemente creo que es una reflexión sobre guionismo y cine disfrazada de novela. Varias veces me pregunté si cualquier otra persona que no estuviera interesada en esos temas se interesaría por ella, si la estructura le permitiría continuar como se continúa con una novela que juega en las reglas de la novela, si es que esas reglas existen.

Y otras veces pensé que dicha persona leería El cuaderno tachado sin problemas.

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