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Joni California
Olmo Balam comment 0 Comentarios

CALIFORNIA. El sólo nombre trae consigo toda clase de imágenes: mansiones en la playa, bosques de secoyas, desiertos místicos, ciudades de vanguardia; lugares que por igual han servido de cuna a hippies, raperos, poetas malditos, patinetos, estrellas de cine, deportistas de élite, empresarios tecnócratas y al más proverbial de sus habitantes: la estadounidense promedio que está llamada a cumplir sus sueños. Incluso hoy, cuando se habla de un éxodo en esas tierras causado por diversos factores —las altas rentas, la pandemia de covid-19, el cambio climático que trae consigo incendios e inundaciones (como se comenta en esta nota del LA Times)—, California sigue siendo la imagen jovial de un país que se considera a sí mismo el líder del mundo “libre”.

En contraste con el provincianismo de los estados del sur y norte o la severidad cosmopolita de la costa este, ciudades como Los Ángeles o San Francisco se enorgullecen de encabezar el viaje a la frontera, literal o metafórica, de las aventuras. Ese es, al menos, el mito fundacional que los propios californianos se cuentan a sí mismos y no se cansan de repetir en canciones (desde los Red Hot Chili Peppers hasta Haim), películas, libros y relatos de familia.

Joan Didion, ciudadana eminente de la capital de ese estado, Sacramento, en algún momento se dio cuenta de que no todo lo que brillaba en la historia de su amada California era color dorado. Descendiente de pioneros que llegaron impulsados precisamente por la fiebre del oro, Didion creció con historias de tatarabuelas que perdieron a sus hijos y maridos de camino a la tierra prometida a mediados del siglo XIX, un lugar en el que habrían de encontrar no sólo metales preciosos, sino parcelas donde sembrar una idea inquietante pero asequible: la de la felicidad plena e individual.

En De dónde soy (Literatura Random House, 2022), una Joan Didion madura se pregunta si en verdad el sueño californiano (una de las versiones más difundidas de eso que se conoce como “sueño americano”) en verdad cumplió todas las promesas de realización personal y riqueza que le hace a su gente. La escritora se remite a su propia inocencia, cuando era niña y también se enorgullecía de una tierra en la que incluso ser pobre era “deseable” pues tarde o temprano, con astucia y trabajo, cualquiera podía salir adelante.

Inspirada por las fotos de sus antepasados (como los pioneros exhaustos y aterrados de la expedición Donner, famosa porque tuvo que recurrir al canibalismo para sobrevivir), la autora se encuentra con una historia llena de contradicciones: aunque los primeros californianos se hicieron con muchas de las tierras que trabajaron durante años, lo hicieron beneficiándose de la mano de obra migrante y de los presupuestos federales que financiaron obras mayores como el ferrocarril, la construcción de puertos y presas o la industria aeronáutica que sería crucial en el siglo XX para los esfuerzos en las distintas guerras en las que participó Estados Unidos.

Periodista, guionista y narradora privilegiada durante las convulsiones culturales de los años 60 y 70, Didion no se muestra en De dónde soy como una escritora ingenua ante el caos, pero la disonancia entre el mito y los hechos —que encuentra y recopila de archivos, libros, cartas familiares, periódicos y almanaques de estadística— no deja de sorprenderla. California, lejos de un punto de llegada idílico para los buscadores de la felicidad, se ha mantenido por sus propias contradicciones, como el hecho que la gente pobre que llegó de fuera (y sobre todo los migrantes, su gran tensión irresuelta) nunca dejó de ser pobre, que el estado se llenó de asilos mentales porque la gente no podía lidiar con sus familiares problemáticos, o que mucha de su infraestructura sería imposible sin el gasto federal.

Escrito muy probablemente en el transcurso del segundo periodo presidencial de Bill Clinton y publicado en el primero de George W. Bush, en De dónde soy Joan Didion alcanzó a ver que el principal motor de la economía de California (y del resto de su país), lejos del relato de innovación tecnológica, era el complejo industrial carcelario y militar. En ese sentido, el éxodo californiano del siglo XXI parece menos una anomalía (como dicen algunos comentaristas conservadores que suelen culpar de eso únicamente a la dicharachería liberal tan propia del estado) que la repetición de un espejismo ancestral. Didion, para no llamar maldición a este fenómeno, cita a uno de los grandes novelistas californianos, Jack London, quien en El valle de la Luna escribió algo al respecto de ese viejo sentimiento tan americano: “en este valle del Oeste, lejos de los grandes centros, aislado, remoto, perdido, la gran mano de hierro nos aplasta la vida, nos aplasta la libertad y la búsqueda de la felicidad”.

No siempre sucede, pero llega el momento en que el habitante de una gran ciudad o capital tiene que confrontar la realidad factual con el mito que se ha construido alrededor del lugar de origen, pues nunca se sabe si este terruño es de uno o uno es del terruño. En California, como en muchas partes del mundo, la respuesta ni siquiera es emotiva cuando se cae en cuenta de que la mayor parte del suelo pertenece a corporaciones, muchas de ellas con sedes en paraísos fiscales. Al principio de El centro cede (The Center Will Not Hold, 2017, disponible en Netflix), el bello y sucinto documental sobre su vida, dirigido por su nieto, Griffin Dunne, Joan Didion hace una reflexión que bien pudo entrar en este libro: “¿No cree que la gente se forma según el paisaje en el que crece? [California] Formó todo lo que pienso o lo que hago o lo que soy».

Acostumbrada a enfrentarse al desorden pero también a desprenderse de él sin volverse presa de la nostalgia (como sucede en Noches azules (Literatura Random House, 2012) o El año del pensamiento mágico (Literatura Random House, 2015), elegías que dedicó, respectivamente, a su hija, Quintana Roo, y a su esposo, el también escritor John Gregory Dunne), Joan Didion empezó a despedirse de su terruño en este libro escrito en 2003, el mismo año en el que Arnold Schwarzenegger asumía el cargo como gobernador (o Governator como no tardaron en llamarle) de California, en lo que para muchos fue una consumación retorcida de la promesa de esas tierras doradas. Como fuere, Joan (o Joni, por recordar a otra gran amante de California, Joni Mitchell) probablemente se llevó una reliquia familiar, el cucharón que había pasado por generaciones de mujeres californianas, a su morada final en Nueva York, la otra ciudad de su vida, porque no “hay ninguna forma real de lidiar con todo lo que perdemos.”

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