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Historias del norte de México
Redacción Langosta comment 2 Comentarios

Los siguientes relatos fueron seleccionados ganadores del concurso ‘Historias del norte de México’ con motivo del libro Toda la soledad del centro de la Tierra de Luis Jorge Boone.


Cobre Tarahumara

La vi por vez primera en la estación de Creel: piel cobriza, metálica mirada, cabello trenzado de invierno; su sonrisa cayó sobre la nieve. Presenciamos la madrugada. Abordamos el tren en Chihuahua, presurosos, desvelados, pero con el ímpetu de realizar nuestro primer viaje juntos. Decidimos que viajar por ferrocarril era la mejor forma de conocer las entrañas del norte del país pero además nos ayudaría a realizar un ejercicio de autoconocimiento al contemplar el silencio que nos ofrecía la Sierra Madre Occidental. Tomé sus manos y las llevé lentamente hacia mi rostro. La oscuridad se apropió del instante. Sus labios alcanzaron a rozar mi frente la luz se irrigó por todo el vagón. El tren salía de algún túnel.

El amanecer ya se había sembrado por todo el paisaje. Pero ella no quería hablar. Nos conformamos con hacer de las sonrisas el puente de nuestra locución. Sabíamos que al llegar a Los Mochis todo se acabaría. Buscamos el rincón más apartado del tren. Arrodillados quisimos apresurar la pasión que ya nos consumía; afuera nevaba. El sonido de los rieles era nuestro cómplice. Temeroso sucumbí ante su sexo rarámuri. Sentí el golpe de la profanación al embestir su cuerpo. Regresé. Ella seguía en la estación. Su mirada se tornó hacia la mía. Me pareció haber visto un gesto erótico en su rostro. El tren partió de Creel. Más tarde me despertaron agudos gemidos que creí escuchar en lo más profundo de las Barrancas del Cobre.

Por José Luis Rosario Pelayo.

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Confesor

Se sintió protegido cuando se santiguó. Alzó la cabeza para recibir la mirada sempiterna del ser que, clavado en la cruz entelerido, representaba para él la salvación. Cuando se encomendó a la Santísima Trinidad dejó manchas de color escarlata en su camisa y los feligreses que se encontraban en el templo huyeron atemorizados al ver sus manos y ropa llenas de sangre. Buscaba la redención de sus pecados a través de la confesión y con esa esperanza cumplía la penitencia impuesta por aquel ser etéreo coronado con espinas. Era la víspera del día de muertos en San Pedro Nuevo León y había vuelto a su mente el recuerdo de la muerte de Tobías. Las circunstancias de la muerte de su hermano menor tres años atrás provocaban en Ángel un acucioso deseo de venganza que apaciguaba mediante la reflexión y la oración, sin embargo el rescoldo de dolor ofuscaba tan intensamente su pensamiento que, cada vez con mayor frecuencia, la perfidia se presentaba como un verdugo que con cadenas de rencor llevaba al patíbulo a la moribunda fe aún presente en su corazón. Su sólida formación religiosa no impidió la total extinción de la luz de su esperanza pero tampoco impidió que su percepción del bien y el mal se distorsionara irremediablemente. Así, impelido por los alaridos del mal resonando en su conciencia, desgarró con sus propias manos las entrañas de su confesor de la misma forma en que éste lo hizo con Tobías tras haber mancillado la inocencia de su cuerpo infantil tres años atrás.

Por Martín Eduardo Amador Delgado.

***



Como el beis

¿A ti también te pasa? Estás acá, con madre y de repente ¡qué chinga le empiezan a poner a los Saraperos! Sientes el madrazo, el coraje y la vergüenza. La sensación me recuerda a una vez, cuando era niño, jugando veras en las rampas. Ese terreno baldío al lado del arroyo. Ya sabes, bateaba el que cachara una elevada o tres rolas. Ganaba el que lograra tres turnos al bat.

Recuerdo el golpe seco del bat contra la bola. Yo la había pedido así. La vi elevarse hasta donde se pudo, luego el sol no me dejó ver más. Corrí a donde el instinto me dijo que podría hacer la atrapada y alce la manopla con más fe que certeza. Ni chance tuve de tener miedo. Cuando por fin la vi, la bola era un enorme meteoro cayendo directo en mi cara ¡seco! ¡Entre ojo, nariz y boca! Sentí el sabor de la sangre detrás de la garganta y el madrazo, el coraje y la vergüenza. Algo así se siente cuando recuerdas que te quedaste huérfano ¿verdá?

Otro día mi papá me llevó a jugar beis a uno de esos terrenos que están por la salida a Monterrey. Nada más nosotros dos. Dibujó con el bat una pizarra en la tierra, trazó el diamante y jugamos 4 entradas. No sé quién ganó, pero el recuerdo se me quedó siempre. Si alguien se embasaba el otro debía tirar la bola al aire hasta que el corredor se animara a robarse la base. La vida hoy es como el béisbol ese día: perseguir una bola que rueda lejos del diamante y sentir a mi papá robándose tercera, pero con el peso de saber que ya nunca lo voy a alcanzar.

Por Por Darío Ortiz Peña.

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