Decir ausencia, para la psicología, es pronunciar lo que está más presente. No necesariamente lo palpable, sino acaso (y sobre todo) lo sensorial. Y es que la virtud de ciertos vacíos es que, en su hondura, abren paso a nuevas zonas lóbregas. Así, la ausencia se vuelve un cúmulo de síntomas que la piel redescubre. El cuerpo recuerda que vive, pese a todo. En los poemas de Cristina Rivera Garza –escritora mexicana que en 2022 ganó el Premio Xavier Villaurrutia, de escritores para escritores, con la novela El invencible verano de Liliana (Random House, 2021)– se percibe un pesar en la palabra que quiere decir, que incluso se esfuerza, pero sólo evoca y entonces halla algo distinto.
Me llamo cuerpo que no está (Lumen, 2023) reúne por primera vez los libros de poemas que la escritora de Matamoros, Tamaulipas, ha ido publicando a lo largo de su trayectoria, en paralelo a su obra novelística y académica: La más mía (2005), Yo ya no vivo aquí, ¿Ha estado usted alguna vez en el mar del norte?, La muerte me da por Annie Marie Bianco, El disco de Newton (2011), Viriditas (2011), y La imaginación publica (2015).
Lo primero que me llama la atención es que, más que el ritmo, la cadencia, la música (y demás virtudes poéticas), lo que prevalece en los versos de Rivera es la imagen y la manera en que ésta aparece, es decir, la forma. Su yo poético busca constantemente descolocarse; no es extraño que una autora que se ha dedicado a reflexionar sobre los medios, las plataformas y las escrituras, decida alterar las estructuras, aun alejarlas de la convención. En Viriditas, por ejemplo, abre con una serie de entradas de diario: “SABADO, JUNIO 12, 2010 / 1:41 PM / Cosa de elevar el rostro y encontrarlo. Un verde así. Desde las banquetas de la noche, los cuatro pasos. Alrededor: las melodías, las voces, los cuerpos. Adentro: el sonido de otro mundo. La rocola es un castillo de cristal. Como desde Shanghái, en el futuro…” (p. 284).
Donde mejor funciona es en La más mía, que es un diálogo con la madre enferma de un aneurisma, en cama de hospital y con la muerte al costado. La agonía es un escenario repleto de doctores, de sonidos de máquinas, de habitaciones. Y, en medio de todo esto, la posibilidad de llenar los huecos, después de mucho tiempo de afonías; se trata, pues, de una conversación que no tendría lugar si no fuera porque esta vez no parece haber escapatoria, será en ese momento o nunca más: “Hoy quiero hablarte como los árboles: con sombras / en el silencio más negro / quiero ser la estática temeridad del paisaje, el contexto / el verbo permanecer. / Ahora. Por primera vez. / ¿Hace cuántos años que no estaba a tu lado / escudriñándote los pies? / ¿Cuántas auroras viste que yo no vi contigo?” (p. 33).
En el otro extremo está El disco de Newton. Diez ensayos sobre el color, donde el poema se desdobla hacia sus posibilidades reflexivas, quizá, incluso, como una extensión de los momentos ensayísticos del texto “Desapropiadamente: escribir con otros hoy”, donde Rivera plasma una de sus poéticas: “cuando la lectura se convierte en el motor explícito del texto, quedan expuestos los mecanismos de transmisión, a lo largo del tiempo y a través del espacio, que la cultura escrita utiliza y ha utilizado para su reproducción y para su encumbramiento social”.
Llevada al terreno de juego, esta poética se hace notar en varios momentos: “Caminaré bajo la lluvia, me dije. / Fue Ramón López Velarde quien alguna vez festejó esa costumbre / heroicamente insana de hablar solo mientras describía, al mismo / tiempo, el contradictorio prestigio de su prima Águeda” (p. 245). Para Cristina Rivera Garza la escritura de poemas (la literatura en general) es un diálogo constante con los otros, los que estuvieron antes y los que están ahora. Nunca escribe en soledad y eso provoca que su voz no sea la misma en ninguno de sus libros.