Una nueva edición de la Fiesta del Libro y la Rosa ratifica su potencial de futuro como motor de las relaciones entre lectores y editores en México
Son dos chicas. Llegaron a conocer los alrededores. Seguían sin saber lo que estaban viendo. Desde que entraron en el Centro Cultural Universitario, el lugar estaba salpicado de mosaicos de colores, como cuando uno aprieta fuerte los ojos. No sabían que tenían que hacer para ver mejor.
—Agárrame del brazo, le dijo a su acompañante— y vamos despacito.
Cerraron los ojos. Escucharon. Un murmullo, un librero, un anfitrión de camisa amarilla dando instrucciones a los visitantes para encontrar las carpas donde se llevaban a cabo las actividades, sonidos, personas sin prisa cargadas de libros y rosas, niños persiguiéndose alrededor de sus padres, sus propios pasos en los pasillos habilitados no por la ingeniería sino por el uso, gritos, risas, ardillas, perros, ¡hasta un gallo! y las emociones de los niños. Abrieron los ojos.
Estaban frente a un edificio de hormigón blanco con muros inclinados y muy cerca de La Espiga, escultura de Rufino Tamayo. Un cartel colorido decía: “Fiesta del libro y la rosa”, con letras más pequeñas y poco más abajo: “Resistir a la palabra, utopías posibles”. Vieron espacio en una toma panorámica desde su mismo sitio, como una serie de daguerreotipo pasando velozmente uno tras otro, combinando a los miles de asistentes.
En 1995, por iniciativa del gobierno español, se presentó a la UNESCO la propuesta de la Unión Internacional de Editores para establecer el 23 de abril como Día del Libro a nivel mundial. Al coincidir el día con las muertes de William Shakespeare, Inca Garcilaso de la Vega y en parte con la de Cervantes –murió el 22 pero fue sepultado al día siguiente–; el organismo internacional aceptó la propuesta de ovacionar a nivel global al libro y sus autores con la intención de estimular el descubrimiento del placer de la lectura y respetar la irreemplazable contribución de los creadores al progreso social y cultural. Y, desde hace quince años, la Fiesta del Libro y la Rosa se ha convertido en una de las celebraciones culturales más importantes, no sólo de la Universidad Nacional, sino del país, o por lo menos así lo presume el secretario general de la UNAM, Leonardo Lomelí Vanegas. La autora de Radicales libres y coordinadora de Difusión Cultural, Rosa Beltrán afirmó que los hilos conductores de la celebración este año son: "la libertad, la libre expresión y la palabra”.
Los pasillos entre los stands de las editoriales son pocos y angostos; el suelo, formado por un petate multicolor de mosaicos parejos, permite que los visitantes caminen sin mirar, sin prestar atención al suelo y si a los libros, no se tropiezan; algunas casetas están abiertas, invitan a ingresar a todos los que se arriman. Pasa un hombre de camisa a cuadros con un par de bolsas color naranja en cada mano; en ellas transporta a los Villoro, Piñeiro, Caparrós, Sara Uribe, Elvira Liceaga; camina con pasos cortitos y apretados de quien sabe que ya se va, pero decide echar un último vistazo.
—¿Y usted, señor, a quien viene a ver?
—No se. A mí me gustan los escritores mexicanos, pero esta vez vengo por los latinoamericanos.
—Ah, qué bueno, entonces debe correr, ya casi empieza la presentación de Claudia Piñeiro
Yo estoy feliz de estar, de pronto, tan rodeado de libros.
En el stand 28, 29, 46 y 47 —que en realidad es uno solo— varias personas buscan La cabeza de mi padre, de Alma Delia Murillo: lo venden por dos cientos cuarenta y nueve pesos, al parecer es el que más se está vendiendo. A cada rato, unos jóvenes de camiseta naranja se van y regresan con más ejemplares. Entre ellos se dan a la tarea de surtir y acomodar libros: cuentos, ensayos, novelas, biografías, crónicas, reportajes, libros para entender lo que está pasando con el SAT y más. Y venden también poesía, los de Alejandra Pizarnik, que son los que buscan hoy las lectoras.
—A ver, amigo, ¿tiene el nuevo de Villoro? La figura del mundo, pregunta alguien más.
Paulina, veintipocos, vendedora de libros infantiles me muestra algunos y se ríe nerviosa cuando le platico los que me encontré en los pasillos con Claudia Piñeiro, la escritora Argentina que escribió Catedrales:
—La vi pasar aquí enfrentito, iba con Julia Santibáñez.
Dice. Ella está un poco triste, con tanto trabajo no le da tiempo de ver las presentaciones.
—A veces me escapo un rato. Yo le pregunto lo evidente y me dice que sí, que le emociona ver a los escritores que le gustan y prepara sus libros para que se los firmen.
—A veces me los encuentro en los pasillos y les pido una firma.
—¿Y esta vez?
—Me dio pena y no me atreví, confiesa un poco decepcionada.
En la Fiesta del Libro y la Rosa pululan estas personas que llegan de varios sitios, los lectores. Ellos sí que saben: vienen porque les gusta comprar los libros que les faltan.
—¿Cuáles son los lugares que nos faltan, a dónde podemos volver? — pregunta un padre a sus hijos. El Centro Cultural Universitario, al que no había prestado atención al principio por los ríos de lectores, parecía un carnaval en medio del bosque. Si quiere buscar el espíritu de la lectura vaya a la Fiesta del Libro y la Rosa debería decir las guías de la feria. En esos días yo lo busqué, por su puesto, el espíritu de la lectura, y decidí ir a verlo. La idea de un festival de viernes, sábado y domingo es inquietante, pero estuve dispuesto a soportarlo. Más me inquietó, en realidad, que fuera este: un festival marcado por la lectura en un país que en el que se dice que la lectura cayó doce por ciento en los últimos siete años.