A Rubén Darío (1867-1916), ese escritor nicaragüense, cosmopolita, que viajó a España, Brasil, Argentina, Chile, Francia y México, que se mantuvo en contacto con la política de su tiempo y no dejó de mirar al pasado; le debemos la intromisión del gótico a la literatura latinoamericana con la publicación de Los raros, en 1896. Pero también, y quizá por la apertura al diálogo con las corrientes externas, fue de los pioneros de la narrativa de lo insólito, lanzando claros guiños a Poe en relatos como “La larva” o “El caso de la señorita Amelia”.
De Darío se conoce principalmente su aportación como poeta; lo cierto es que al adentrarse apenas un poco a su vida, uno comprende lo compleja y diversa que fue su figura en el medio cultural de su época y las diferentes facetas que lo hicieron un autor prolífico y reconocido, no sólo en la literatura latinoamericana, sino también en materia de relaciones internacionales. De estos y otros claroscuros da cuenta Luís Cláudio Villafañe Gomes Santos, en Divino e infame. Las identidades de Rubén Darío (Taurus, 2023).
Nacido en Río de Janeiro, Villafañe ha sido embajador de Brasil en Nicaragua entre 2017 y 2022, y hoy es cónsul general de Brasil en Atlanta, Estados Unidos. Fue en el primer periodo en el que encontró motivación para escribir este libro; al rastrear a Darío en el panorama nicaragüense, se percató de que no existían biografías completas o actualizadas suyas. Saldar esa deuda parece la fuerza fundamental que lo llevó a la escritura, sin embargo, me da la impresión de que, además de los viajes de Darío a Brasil, existe en Villafañe una identificación con la etapa diplomática de éste, lo cual nos permite fijar un paralelismo entre ambos. La indagación, la pesquisa del hecho ínfimo que revela una grieta, el juego de la persecución documental, sólo me dan a entender que cuando uno construye al otro, se construye a sí mismo.
Los pasajes de la infancia de Darío son ilustrativos y memorables por cómo muestran el despertar de la vocación de un autor precoz, casi niño, que comenzó a publicar poemas bajo el seudónimo de Bruno Erdia, a pesar de que su familia tenía pensada para él una carrera como sastre. Ya desde una edad temprana, Darío mostraba en sus versos una posición respecto a la razón como eje combatiente de la superstición y del fanatismo religioso; aunque, por otro lado, en los años venideros encontraría una fuente de inspiración en el mundo oscuro.
Aunque Villafañe se ciñe de la rigurosidad del biógrafo, que pocas veces presta su narrativa a florituras del lenguaje, hay momentos en los que su mirada, mediada por la curiosidad, denota la exactitud y la astucia con que merecen ser contadas las vidas ajenas: “El pequeño Rubén vivió una primera infancia feliz y relativamente desahogada en términos materiales. Fue educado dentro del catolicismo predominante, con asistencia regular a misa y oraciones diarias con la familia. Sin embargo, desde muy joven se dejó impresionar por las historias de fantasmas contadas por los empleados de la casa, Serapia y Goyo, y también le daba miedo la madre de Bernarda, una anciana enferma que completaba la familia”.
Un aspecto en el que se centra Villafañe es en las características ideológicas de Darío, que resultaban diversas y, en ciertos escenarios, difíciles de interpretar. De allí que se permita sugerir en el título una suerte de contraparte. Llama mi atención la cercanía de Darío con el ocultismo de entonces, al cual estudiaba y a su vez le permitía estar cerca de intelectuales y figuras de poder (definía a Papus o Gerard Encausse como “un buzo de lo desconocido”). Al respecto, Darío hablaba continuamente con Leopoldo Lugones y Patricio Piñeiro, en buena parte gracias a las ideas compartidas al interés por el más allá. Es clara la influencia en cuentos como “Thanathopia” (1893), “Cuento de Noche Buena” y “La pesadilla de Honorio”.
Darío denunció en su momento las intervenciones estadounidenses. En tiempos previos a la Revolución mexicana, ese tipo de manifestaciones tenían una connotación antiporfiriana. Por eso, en su primera visita a México, a Darío llegaría a Veracruz, pero le impedirían llegar a la capital. Fue desconocido como diplomático, un gesto que desataría polémica en la prensa nacional. Aunque más adelante recibiría del gobierno de Díaz, acaso para menguar sus quejas, “una especie de beca de 500 francos mensuales, pagada por el consulado mexicano en París, para estudiar 'cómo se hace la enseñanza literaria en los países de origen latino'" y escribiera “una obra como resultado de ese estudio” (p. 290).
Además de un libro de contrastes, Divino e infame es también una caja de curiosidades, algunas de ellas funestas. Cuando murió Darío, su cuerpo fue desmembrado y repartido entre varias personas. Tras realizarle la autopsia, “le extirparon hígado, corazón, pulmones, riñones y otras vísceras. Temprano en la mañana, el doctor Luis Debayle cortó el cráneo del fallecido para extraerle el cerebro” (…) “A excepción del corazón y el cerebro, las entrañas fueron enterradas discretamente en el cementerio de Guadalupe en León, en una fosa adyacente a la tumba de mamá Bernarda”. Y para rematar: “Debayle guardó el corazón en un recipiente de formalina. La extracción del cerebro fue presenciada por Andrés Murillo, y luego de que el médico retiró el órgano, el hermano de Rosario lo tomó y se lo llevó abruptamente: reclamaba la posesión del cerebro de su cuñado para la familia. Debayle también lo quería para sí como objeto de estudio para confirmar la tesis entonces vigente de que la genialidad dependía del tamaño de la masa cerebral y de las características del órgano”. Tal parece que nada complace a la realidad; necesita de lo extraño.