Al iniciar la lectura de la novela de Ximena Santaolalla sentí que bajaba al séptimo circulo del infierno de Dante reservado para los violentos y los bestiales. En aquel lugar, el castigo para a los asesinos y torturadores es ahogarse en la sangre hirviente de sus víctimas por toda la eternidad.
Pero las situaciones humanas no siempre son tan sencillas. Como Ximena nos permite ver a lo largo de su novela, muchos de los asesinos y torturadores también son víctimas. Los mecanismos del poder están hechos para utilizar a las personas como carne de cañón y, peor aún, para convertirlas en “armas de matar”. En el caso de Ocelote, se trata de un adolescente que llega al ejército para tener qué comer. Una vez allí, queda atrapado en una infernal tela de araña, de la cual solamente se sale muerto. En el caso de Dedos, se trata de uno de esos muchachos que el ejército de Guatemala atrapaba en los pueblos para enrolarlos en sus filas. Tenía apenas 16 años cuando fue incorporado y entregado a la G2 para ser entrenado por el grupo paramilitar llamado mano blanca. “Muchos ni mascábamos bien el español. Eso se usaba en el Ejército. Robarse indios”
Una vez dentro, la “institución” castrense se ocupará de convertirlos en asesinos. Utilizar el castigo como un método. Educarlos no solamente para matar, sino para hacer de la muerte un camino tan doloroso para las víctimas que suplicarán por ella. Esta novela apunta a los llamados “mecanismos del horror” tan ampliamente descritos en la recopilación publicada por el REHMI, una denuncia que se tomó poco en cuenta y que se refiere a la inhumanidad del entrenamiento destinado a los soldados. No solamente se les inflige maltrato físico. Peor aún, sufren torturas emocionales que los llevan a la destrucción de su sentido de humanidad. El entrenamiento está destinado a eso: a pervertirlos para que sirvan a los fines y propósitos a los cuales la estructura de poder los destina. Matar y hacer sufrir se convierte en su segunda naturaleza. Literalmente, este entrenamiento está destinado a convertirlos en adictos a la maldad: “A los torturadores nos calienta oír chillar a la presa”.
Esta novela nos hace preguntarnos ¿qué principios y valores inspiraron la constitución del Ejército de Guatemala? ¿Qué principios y valores inspiraron a quienes lo dirigían durante el conflicto armado interno? ¿Quiénes diseñaron los lineamientos para los entrenamientos y tomaron las decisiones que llevaron a estos soldados a vivir las experiencias que los pervirtieron? Hablamos quizá de la necesidad de crear otro círculo infernal, destinado a los que no se ensucian las manos. Los asesinos intelectuales, los burócratas de la tortura y de la muerte.
Pero la responsabilidad no se queda en la institucionalidad local. Se trata de algo más grande. La Escuela de Las Américas situada en Fort Hood, Texas fue literalmente una escuela de asesinos, montada desde la geopolítica para frenar el avance de las revoluciones latinoamericanas, pero también el avance de cualquier intento de lograr menos desigualdad, mayores libertades civiles, más justicia. La represión apoyada desde el poder global de los Estados Unidos se convirtió en un baluarte para los poderes locales. “Porque allá en Fort Hood ni siquiera los colores existen. Allí todo es negro, gris o marrón. Lleno de vacío. Vacíos grises y marrones que continúan hacia un horizonte muerto de tan caliente. En Fort Hood, más importante que el sonido es el silencio. Un silencio siempre interrumpido por gritos. Gritos humanos, animales, mujeres y hombres, jabalíes enjaulados y perros raquíticos. Hasta en la madrugada se funden los alaridos y el silencio, tanto que los unos no existen sin el otro”.
Las instituciones destinadas a la “defensa de la patria” tampoco son el eslabón más alto de culpables. También los ejércitos, aun en sus altas esferas, son instrumentos utilizados por otros. Detrás de los ejércitos están los intereses económicos y de clase que utilizan la propaganda ideológica para prevalecer. “No podés dejar el país en manos guerrilleras comunistas, verdá, de indios que estancan el progreso, no. Hay que ser más que un indio.” “Al principio lo que más me costó fue eso del español. Todo el tiempo. Prohibido hablar en lengua, azote a quien use el español. A sangrar siempre bien sangrados nos dejaban ellos” “ Mirá Ocelote, aunque seás indio y además gangoso, vos ya verás cómo pronto empezás a sentir que pertenecés a una raza harto superior, verdá, la raza kaibil que todo lo puede, sí señor.”
Lo que Ximena nos muestra es la defensa de un Estado ladinocéntrico, donde el progreso está del lado de los intereses oligarcas. Intereses que defienden un statu quo colonialista destinado a beneficiar a una pequeña minoría. El ejército defendió a ese ente abstracto que llamamos “Estado” y que en un país como Guatemala tiene dueño: la clase social detentadora del poder económico. Lo hizo, arrasando a la población civil, sin considerar su humanidad. De una forma sistemática, sádica, inmisericorde. Utilizó la violencia en todas sus formas como herramienta de guerra.
Los horrores de la guerra en Guatemala son indiscutibles. Pero no son una anomalía. El genocidio es el crimen de lesa humanidad que pone en entredicho a la civilización misma como ideal humano y nos demuestra que el andamiaje de nuestras sociedades está sustentado en la prevalencia del poder (político, económico, ideológico) sin importar los mecanismos necesarios para ello.
Uno de los genocidios más asombrosos fue el cometido en contra de los judíos. En su obra Eichmann en Jerusalén, Hannah Arendt nos ofrece el retrato, no del asesino que se ensucia de sangre. Durante el proceso judicial, una de sus defensas fue que él nunca había asesinado a un solo judío. No había sangre en sus manos. Y, sin embargo, fue el artífice del mecanismo que llevó a millones de judíos a los campos de exterminio.
Nunca estuvo solo. Quizá lo que me pareció más horrendo del libro de Hannah Arendt es que nos muestra que existió complicidad de todos los organismos y funcionarios alemanes en la práctica de la “Solución final”, es decir la complicidad de todos los funcionarios de los ministerios, de las fuerzas armadas y de su estado mayor, del poder judicial, del mundo de los negocios y las finanzas. Además, ella nos indica que hubo una “omnipresente complicidad que desbordaba los límites del Partido Nacionalsocialista.” Los cómplices de Eichmann no fueron gánsteres, ni hampones. Fueron médicos, abogados, profesores, banqueros, economistas.
De allí que, terminada la guerra, hubiera que esperar tanto tiempo por la justicia transicional en Alemania. Como dice Hannah Arendt: muchos alemanes se sentían culpables de lo acontecido. Y esta afirmación concuerda con la exclamación de muchos cuando fue proferida la sentencia de genocidio en Guatemala. Yo no soy genocida, decían.
Y es que para poner en marcha los mecanismos de exterminio hay que convencer a la mayoría de la justicia de la matanza: se crea la idea de un “enemigo interno” como se le llamó a la población civil ubicada principalmente en las áreas rurales de Guatemala donde operaba la guerrilla. Había que exterminar al enemigo interno que amenazaba una forma de vida. Ese “enemigo interno” eran mujeres, niños, hombres desarmados.
Menciono estos aspectos porque la obra de Ximena nos lleva precisamente a ubicarnos en la situación de los asesinos. En su novela coral, ella crea personajes que nos hablan en primera persona de esa experiencia radical. Y nos obliga a elaborar un plano de las culpas. Basta leer los comentarios en las redes sociales cuando se publican cuestiones relacionadas al genocidio en Guatemala para entender que existe una, demasiado amplia, opinión pública que justifica los crímenes de lesa humanidad cometidos. Hay un sustrato de complicidad general que resulta evidente.
Entonces, quizá Dante debió pensar un infierno específicamente destinado a los asesinos, secuestradores y torturadores con círculos distintos de culpas y castigos. En todo caso, la tarea que nos queda es deconstruir los mecanismos del poder porque a estas alturas de la historia humana deberíamos comprender su intrínseco narcisismo. Al poder solamente le interesa el poder. A nosotros, las personas comunes y corrientes, nos toca mantenerlo a raya: regularlo, cuestionarlo, dudar de su propaganda, limitarlo, desconfiar de él y, llegado el caso, juzgarlo. Dejarse arrastrar por los mecanismos del poder siempre lleva al mismo sitio: el genocidio.
Pero volviendo a la novela. Me parece muy interesante el juego que hace del tiempo. Se trata de una novela de la guerra, pero también de una novela de la posguerra. Una novela del presente, pero también de la memoria. ¿Qué pasa con todos aquellos soldados entrenados para asesinar y torturar cuando la guerra termina? ¿Qué pasa con el humano que ha vivido esa experiencia brutal y ahora debe reincorporarse a la sociedad?
La primera pregunta resulta más fácil de responder: muchos de ellos terminan convirtiéndose en miembros de las organizaciones criminales. El cartel de los Zetas es famoso por haber incorporado en sus filas a muchos kaibiles que fueron liberados del Ejército de Guatemala. Otros, terminan en el exilio, huyendo de la posibilidad de que la justicia los alcance.
La segunda pregunta es más compleja. Y es aquí donde me parece que está el corazón de esta novela. Dice Aura, una de las víctimas del Dedos, torturador y violador a quien apodaban así por sus manos deformes que tenían trece dedos: “A veces despierto temblando. A medianoche reptan por mis muslos esos dedos que ya no están. Dedos fantasmas”.
Cuando leía la novela, sentí que estos dedos deformes, estos dedos fantasmas que reptan durante la noche, eran los dedos de la memoria, ese lugar donde el tiempo pasado se convierte en presente. Los acontecimientos de una guerra se viven en una especie de ebriedad general, dominados todos por una narrativa llena de miedo y de la represión más implacable. Durante la posguerra, llega la resaca. La memoria termina siendo la gran vengadora que hace temblar a los asesinos con memorias imborrables. Quizá es aquí donde la sentencia de Dante se hace verdad: el insomnio de los asesinos es un mar de sangre.
Pero la memora es también, torturadora de las víctimas que tendrán sobre sí la carga de sanar y liberarse. En el caso de Aura, ella lo hace buscando justicia por su propia mano. Otros, confiarán en seguir el largo camino de la justicia en los tribunales. Lo hizo el pueblo Ixil, las mujeres de Sepur Zarco, las víctimas del diario militar en Guatemala. A veces despierto temblando (Random House, 2022), es para mí una voz contundente que nos habla del trauma histórico. Del dolor humano que nos dejan las guerras y sus crímenes. Y cuestiona en todos nosotros esos aspectos oscuros y tan poco comprendidos de nuestra naturaleza bestial e inmisericorde de la única manera que la novela lo puede hacer: colocándonos en el lugar del otro, sumergiéndonos en su subjetividad, por más incómoda que esta posición nos resulte. En este caso, calzamos los zapatos de las víctimas, pero no podemos escapar de adentrarnos en la intimidad del asesino.