No hay nada inteligente que decir sobre una matanza (o tal vez sí)

Samuel Segura

11 November 2022

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Para el momento en que Arcelia tomó el libro entre sus manos, ella no sabía que Kurt Vonnegut ya se había muerto.

En realidad no tenía idea de su existencia (del tal Kurt; si acaso, y lejanamente, de su homónimo Cobain) hasta que, días previos, recibió un libro suyo como regalo.

Provino de parte de un hombre, de apellido Zamudio, a quien conoció en una red social de citas. Él era un tipo de baja estatura, gran panza ovalada y dura (ocasionada por la gastritis) y dedos regordetes que ella le hizo notar en un café, durante su primera cita.

—¡Qué chistosos dedos tienes! —dijo, cuando Zamudio posó ambas manos sobre la mesa.

Él no lo mencionó, pero se sintió avergonzado y bajó las manos de la mesa. Pasado el rato, y olvidado el percance, le regaló a Arcelia uno de sus más preciados tesoros, según le dijo: un ejemplar de Matadero cinco en español (con un niño soldado en la portada, sonriendo, junto a una explosión). Esto con la esperanza de algún día volver a salir a tomar un café con ella.

Cosa que sucedería.

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Arcelia no supo que Vonnegut ya estaba muerto para entonces, cuando empezó a leerlo, porque en la contraportada de aquel ejemplar había una ficha biográfica que no señalaba el año de su muerte, pero sí el de su nacimiento. El cual había acontecido un siglo antes.

Cuando se editó ese ejemplar, en el año 2005, Vonnegut aún estaba vivo.

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Zamudio se había encontrado con Matadero cinco en sus andanzas solitarias por la ciudad. Aquella era, lo recordaba bien, una tarde nublada que poco a poco dejó caer sobre los viandantes una intensa llovizna.

Zamudio avanzó por la banqueta pegado a las fachadas de las casas para no mojarse. Frente a él, bajo las gotas que agrestes caían las unas tras la otras, observó a dos travestis que, en minifalda, escote y sin paraguas, esperaban a sus clientes caminando de un lado a otro en una imaginaria línea recta de aproximadamente dos metros de largo.

Zamudio los miró a discreción. Nunca se había atrevido –aunque lo deseaba, en el fondo de su solitario corazón— a solicitar sus servicios. Aquella ocasión tampoco lo hizo. Se consideraba un mirón y un cobarde.

Así recorrió un par de cuadras cubriéndose del chorro ácido con su mochila, hasta que pareció llover en diagonal gracias a un ventarrón. Con lo cual se mojó más.

En ese momento Zamudio vislumbró, también al otro lado de la calle, una librería de viejo. Cruzó corriendo y entró chorreando al local.

Quien atendía era un tipo calvo de musculosos brazos que miró a Zamudio sin expresión alguna en el rostro.

—Buenas tardes —dijo el de la panza dura y ovalada. El pelón de brazos musculosos no contestó. Acaso hizo una mueca, una especie de sonrisa.

—¿Puedo dejar mi mochila por aquí? —insistió Zamudio, quien ya había empezado a ver las estanterías.

—Adelante —dijo el tendero, cuyo nombre Zamudio nunca supo.

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Arcelia no le tenía buena fe a aquel regalo. No porque proviniera de aquel hombre de dedos regordetes (que no terminó por gustarle del todo; aunque había decidido salir con él porque entre sus pasatiempos se encontraba leer. Cosa muy rara en dicha red social), sino porque no era muy adepta a la ciencia ficción y en alguna parte de aquel texto de contraportada se mencionaba que Vonnegut era un autor de tal género.

No, no era adepta a eso ni a la fantasía, se decía a sí misma, pues le parecía que eran lecturas más adecuadas para niños o adolescentes. Como lo era un poco, a sus ojos, Zamudio.

Fue así que, con reservas, y con más curiosidad por ver el fiasco que se llevaría, inició con la lectura.

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Zamudio recorrió con la mirada, tras de sus gafas, aquellos estantes. Se detuvo un momento en esa parte del librero, la frontal, que ofrecía un amplio surtido de autores latinoamericanos y españoles. A algunos los había leído, a otros, a la mayoría, no. En ese momento, Zamudio se dijo que, aunque se propusiera hacerlo, su vida entera le sería insuficiente.

Pasó entonces a la cara posterior. Ahí había títulos de autores cuyo idioma original no era el español. Traducciones. Recorrió con la mirada de la A hasta la V y así fue como Matadero cinco se apareció frente a él. Aquel niño-soldado sonriente (notó que el subtítulo era, justamente, “La cruzada de los niños”, se preguntó por qué) ante el Apocalipsis.

Ya había visto antes su nombre, pensó, en algún otro lado. En algún botadero de libros usados, se dijo Zamudio. Sí, así había visto a ese tal Vonnegut, y honestamente pensaba que se trataba de un autor desagradable, engreído y snob —de esos que pululan— como alguna vez pensó sobre Bukowski –aunque en ambas se equivocó.

Así que sujetó el ejemplar entre sus regordetas manos y buscó el precio, primero en la primera página y luego en la última. No lo halló en ninguna de las dos. Antes de preguntarle al tendero, Zamudio echó un vistazo al resto de las páginas. Todo parecía en orden, todo parecía muy bien. Entonces preguntó.

El pelón mamado miró el libro, a lo lejos, a la distancia que había entre él y Zamudio, quien lo sostenía entre sus manos, mostrándole la portada.

—Mmm —rumió—, dame ochenta varitos.

Zamudio disimuló cuanto pudo su regocijo. Aquella era una cantidad irrisoria para un libro como ese, pensó, aunque adecuada para acercarse por vez primera al famoso autor de Indianápolis.

 *

Porque, luego de la publicación de Matadero cinco, su sexta novela, Vonnegut se volvió muy famoso. Muy.

De pronto lo invitaban a cocteles junto al resto de las estrellas literarias del momento (y las que no lo eran tanto, o las que lo eran más, o las que lo eran, pero de otros ámbitos).  Lo entrevistaban, le tomaban fotos. Todo el mundo quería hablar con y sobre él. 

Y fue así, en el pináculo de su éxito literario, que concluyó su relación de años con quien fuera su primera esposa y pieza clave para alcanzar dicha cúspide. Así lo relata el documental Unstuck in time, de Robert B. Weide, cineasta que lo dibuja, cuarenta años después de iniciada su filmación –más de una década después de la muerte de su mentor y amigo, acaecida en 2007–, lo mejor que puede, de cuerpo entero.

Es decir: con sus virtudes y defectos.

Así, Vonnegut está lejos (como, supongo, cualquier ser humano) de ser ejemplar, tal como lo ha querido vender ahora Blackie Books, quienes han relanzado Matadero cinco en una bella edición con una nueva traducción (de Miguel Temprano García), y en cuya portada crepuscular, casi a modo de fajilla purpúrea, tiene la frase “el escritor más querido de todos los tiempos”. Y aunque seguro es así (yo mismo lo pienso), afirmaciones tan severas en tiempos tan severos más que ser acertadas pueden resultar peligrosas.

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Bastaron un par de páginas para que Arcelia dijera: qué demonios es esto. En su vida había leído algo igual, tan maravilloso, y eso que se jactaba de ser lectora (y de ser melómana). La mezcla perfecta de sensibilidad, fina ironía y ácido humor negro en una prosa simple, pero profunda. No se lo pudo definir mejor a sí misma. Qué forma de contar algo en apariencia sin sentido que, de pronto, adquiría todo el sentido del mundo.

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Lo mismo pensó Zamudio cuando leyó aquellas primeras páginas. Boquiabierto leía donde le fuera posible (una vez lo hizo con el trasero a medio sentar sobre una jardinera. Con una mano sostenía el ejemplar mientras que la otra sostenía una torta; o de pie, en el camión, sujetándose con un brazo del tubo y con el otro sujetando el libro y cambiando las páginas como pudiera).

Nunca había leído algo semejante. Y no había acabado de leer la novela cuando decretó que aquello era de lo mejor que había leído en su vida. 

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Zamudio y Arcelia se volvieron a ver poco después, una vez que ella hubo terminado el libro. Ambos tomaron asiento, frente a frente, en una pequeña mesa de dos sillas de un discreto café al que acudían las parejas los viernes.

—Me encantó el libro —dijo ella, anticipándose a la pregunta que él estaba a punto de hacerle: ¿Qué te pareció?—. Gracias, de verdad, por regalármelo.

Zamudio no hizo más que sonreír los siguientes quince minutos, que fue el tiempo que a Arcelia le tomó relatarle, de un primer impulso, sus impresiones sobre el mismo.

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Me hace muy feliz que Blackie Books no solo recupere Matadero cinco, sino otras obras importantes del buen Kurt (como yo le digo). Es como si Dios mismo bajara del cielo y nos hiciera un regalo. Una bendición.

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Algunos meses después, cuando Zamudio ya era novio de Arcelia, pasó de nuevo por aquella librería. Esa, a diferencia de la otra ocasión, era una tarde soleada, de esas que hasta da gusto caminar por la banqueta. Los travestis no estaban esta vez.

Entró.

La atendía el mismo sujeto de gruesos brazos y cabello rapado. Esta ocasión no volteó a ver a Zamudio, pues estaba embebido con alguna lectura. Zamudio no vio con cuál.

Zamudio miró las estanterías como en la otra ocasión. Le pareció que todo seguía exactamente igual. Hasta que llegó a la V de los autores traducidos.

Ahí estaba, otra vez, Matadero cinco.

Zamudio no lo pudo creer: entendía que el suyo no era un ejemplar único, pero volvérselo a encontrar… en la misma librería de viejo… acomodado prácticamente en el mismo lugar… le pareció demasiado.

Se vio a sí mismo buscando nuevamente el precio. Y otra vez no estaba.

—Este, ¿cuánto cuesta? —le preguntó Zamudio al pelón vendedor, quien alzó la mirada de aquellas páginas que lo entretenían, que lo llevaban a otro lugar que no era ese en el que estaba, y entornó ambos ojos viendo la portada que Zamudio de nuevo le enseñaba.

Dijo:

—Ammm, dame noventa varitos.

El ligero cambio consistía en diez pesos. Zamudio se lo pensó entonces. No por el costo, sino porque no estaba acostumbrado a poseer dos ejemplares, además idénticos, del mismo libro.

Pero este era especial, se dijo.

Lo pensó un momento más. Sudó mientras lo hacía.

Y, por algún impulso generoso que no logró comprender, dejó el libro en la estantería pensando que era muy egoísta de su parte negarle el gusto a alguien más de topar esa novela tal y como se la había topado él ahí mismo.

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Siempre recomiendo la lectura de Matadero cinco. Siempre. Es decir: siempre. Sobre muchas otras, casi tan gloriosas.

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Tiempo después, cuando ya llevaba tres años y medio de relación con Arcelia, Zamudio se encontró con la adaptación de su novela favorita a novela gráfica. La compró como un regalo para los dos. Les encantaba regalarse libros que les gustaran a ambos y que colocarían, si se casaban un día, en un librero especial al que ya llamaban “biblioteca compartida” y que quemarían en caso de separación (cosa que, Zamudio pensaba, jamás ocurriría. Pero jamás es una palabra demasiado inestable para la humanidad).

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En alguna parte de alguna entrevista, Vonnegut afirmó que no podía escribir algo que no contuviera un componente humorístico. Que si todo iba demasiado en serio, lo abandonaba. Hasta donde lo he leído, siempre cumple con ese compromiso. Cosa que agradezco con todo mi corazón.

Porque, para mí, el humor es inherente a la buena literatura.

Más aún si, como en este caso, el humor es negro. Negrísimo.

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Para cuando Arcelia y Zamudio se separaron, cinco años después, Zamudio (quien se dedicaba a reseñar películas en un periódico –en un portal de noticias–, labor por la cual le pagaban una miseria, pero que soportaba estoico porque ese había sido su sueño desde que era adolescente) se encontró con la nueva edición de Blackie Books de Matadero cinco. De aquella editorial ya había leído algo (de James Rhodes, que terminó por no gustarle del todo) y le parecía que hacían un trabajo de edición estupendo.

No se equivocó, pensó una vez que compró Matadero cinco por tercera vez.

Redescubrió el inmenso gozo que es leer algo así. Como si nunca lo hubiera leído. Lo cual agradeció al cielo, que aquella noche estaba despejado.

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Vonnegut dice, en las líneas que preceden al inicio de la novela, que “no hay nada inteligente que decir sobre una matanza”, refiriéndose a la segunda guerra mundial –en específico al bombardeo a la ciudad de Dresde, en Alemania, del que fue testigo–, sin haberse dado cuenta de que él lo había hecho. O dándose demasiada cuenta.

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Ya que nunca vivieron juntos, no hubo necesidad de quemar la biblioteca compartida imaginaria de Arcelia y Zamudio.

Ella conservó con cariño aquel Matadero cinco que él alguna vez le regaló, aunque jamás volvió a sus páginas.

Zamudio, en cambio, volvió a él cuantas veces pudo.

Así fue. Más o menos.